Arrugas medio calcinadas por el sensible efecto de las horas vividas; arrugas medio calcinadas por esos rayos constantes que conviven con mi piel, hora a hora…; arrugas en mi piel, arrugas en mi ser; arrugas…
Arrugas que viajan junto con lo que queda de mi cuerpo a la velocidad de la luz en busca de esa penúltima aventura, en busca de subir día a día la infinita cuesta, la que está destrozando el motor de mi ser y el de mi fiel compañera.
Arrugas que viven debajo de mi gorrilla amarilla, esa que de tantas batallas me ha librado, esa coraza que ha permitido que mis pensamientos se recalentaran lo justo, pero no ardieran en los fuegos más desalentadores. Y ella…
Ella, mi corcel, la que me encamina sobre sus lomos hacia la cúspide, la que me soporta y me sobrelleva aunque haya días que sea incapaz de subir esa cuesta de mis deseos. Sus arrugas…
Sus arrugas, mis arrugas, nuestras arrugas, las que nos dicen que la historia se puede acabar en cualquier momento, las que nos anuncian que la última cuesta será “cuesta abajo”. Las de ella marcan el ritmo de las mías; las mías las que le dicen a las suyas que que el ritmo cada vez es más tenue…
Cada arruga es una cuenta en la pared del preso que condenado a vivir en su soledad, ve como los caliches empiezan a distorsionar la realidad de un habitáculo que se hace mayor junto a él, junto a su gorrilla y a esa brava yegua que elegantemente se arrastra por las cuestas de la vida.
Hoy, volveré a adelantarte, hoy volveré a quedarme fijo en tu lento caminar, hoy veré lo que en un futuro puedo ser. Cada día te adelanto, a ti, a tu corcel y a tu gorrilla y tú, con esa cara curtida por mil tempestades, quedarás impertérrito ante mi juventud, ante mi ritmo, como el que piensa: vuela amigo, vuela, que ya se hará más dura la cuesta…
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