Siempre le gustó andar descalza por casa, con cualquier camiseta vieja y unas mallas oscuras, por aquello de hacer que sus piernas aparentaran ser más esbeltas cuando pasara por delante de un espejo. El pelo recogido en un moño mal hecho coronando su cabeza, con algún que otro mechón suelto que caía sobre su espalda.
A veces parecía asemejarse a un cliché poco original de una realidad que le hubiera gustado vivir. Una vida bohemia, sin lujos pero con excentricidades, por aquello de que ser pintora era una profesión poco ortodoxa y de pobres, pero era una profesión que le apasionaba.
En su minúsculo piso del centro de Madrid, tuvo la osadía de reducirlo aún más, para montar en una de las dos habitaciones con que contaba, un pequeño taller de pintura, su pequeño mundo, su vía de escape al trabajo que realmente le daba de comer detrás de la barra de una pequeña cafetería en la misma calle de su pisito de mujer soltera e independiente.
Allí pasaba horas, delante de un lienzo en blanco, mezclando colores, haciendo pruebas para ver si conseguía un rosa con la intensidad exacta o una naranja con la luz apropiada.

Abría la ventana y se dejaba llevar por la brisa que siempre estaba presente en aquel tercer piso sin ascensor, fuera la estación del año que fuera. Le encantaba mirar, por ese pequeño hueco, el mundo que sus ojos eran capaces de captar con la belleza de un submundo que sólo los artistas son capaces de visualizar. Seguramente todos tenían esa habilidad para ver los colores que otros no veían, en un pantone mucho más amplio que el que poseían el resto de los mortales.
Un maletín encima de una mesa de madera que había tenido tiempos mejores, un taburete a la altura justa, un cabellete perfectamente colocado para sostener las decenas de bocetos que había en su cabeza y a los que nunca supo dar forma.
Acuarelas, carboncillos, pinceles de diferentes grosores, lápices expertos con lo que a buen seguro no se le resistiría ningún trazo… y ella.
Ella, que anhelaba poder llegar donde llegan los grandes. Ella, tan pequeña en aquella inmensidad y sin embargo llenándolo todo con su esencia, con su imaginación transgresora, con sus manos valientes y a la vez tan torpes. Ella, que en años de carrera fue una alumna aventajada y ahora se veía obligada a escudriñar los rincones de una imaginación ausente aunque incipiente.
Llegaría, sabía que ese día llegaría, pero aunque ella no lo sabía en aquel momento, serían muchos los años de sequía productiva en un mundo que no paraba de girar a su alrededor, con nuevos talentos cada vez más prometedores que le iban comiendo el terreno casi sin darse cuenta.
Y allí continuaba amaneciendo, bajo los influjos de un sueño nunca revelador de algo que mereciera la pena dar a conocer. Salía el sol, y el lienzo continuaba siendo blanco, no había nada, no quedaba nada de aquella mujer emprendedora e impulsiva. Cada cosa en su sitio, perfectamente ordenado en su desconcertante desorden. Y el lienzo… en blanco, siempre en blanco… Ni un mísero color diferente, ni una forma sinuosa, ni una sombra, nada. Sólo ella y su amor propio en aquellas cuatro paredes. Había renunciado hasta a dormir en su cama por si las musas, aquellas que hacía años que no veía, venían a visitarla por las noches, pero nunca lo hicieron y la desidia se apoderó de su rutina de cafés a la amanecida, servidos con la desgana de quien sabe que en casa vuelve a esperarla la frustración de ese pequeño papel colocado en un marco, esperando con ansia llenarse con alguna fotografía.
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