La mirada perdida en algún lugar indeterminado, allá en la lejanía de ninguna parte. Semblante serio, las manos reposaban tranquilas sobre sus rodillas, aunque de vez en cuando una sacudida casi imperceptible aún, hacía que su cuerpo se estremeciera.
Le hablaba su hija desde atrás preguntándole cómo se encontraba, pero sus movimientos no respondían a los estímulos, aunque intentaba incansable de enviar esa orden a su desgastado cerebro.
Tenía sed y alargó su brazo para llegar al vaso que desde la noche anterior estaba en su mesilla junto a la cama. Pero no llegó a beber. En el intento por lograr su objetivo una vez más le tembló el pulso, y hasta el alma al darse cuenta, y el agua cayó inundado su habitación y sus esperanzas.
Tranquilo, le repetían todos, avanza lento, le decían otros, no te desesperes, pide ayuda… Pero nadie le dijo te entiendo, nadie lo abrazó sosteniéndole la tristeza que cada minuto se agarraba fuerte a su pecho.
Se puso en pie como pudo y suplicó a su cerebro que lo ayudara andar. Un pie tras otro, un trayecto pequeño y sin obstáculos que podría haber recorrido con los ojos cerrados. Sus piernas inestables avanzaron, lentas, por esa pequeña cárcel de pladur que se había convertido en su único refugio.
En el tercer paso inseguro, su cerebro dijo basta y no captó que tenía que seguir adelante, y se paró. Su cuerpo decía vamos y su cabeza dijo no… Sin más, se dejó caer en ese viejo andador y se olvidó de recordar una vez más.
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