En un título bien se puede resumir todo mi patrimonio con la salvedad de una vieja camisa, unos pantalones prestados que nunca pude devolver y un abrigo a cuadros con botonadura importante. ¿Mi cuadrúpedo peludo? No, no lo puedo olvidar. Simplemente no me pertenece; me acompaña en cada paso que doy y si no, se echa entre mis piernas a ver la vida pasar.
Cartones, los cuatro mal contados, forman mi castillo acorazado donde nadie entraría a robar mis tesoros. Uno de ellos, tal vez el quinto en importancia adquiere repercusión en tardes de terapia. Me refiero por si no me había explicado adecuadamente a un quinto cartón, mis tesoros, aunque sea un incomprendido son innumerables.
Terapias improvisadas en tardes de frío y lluvia donde las calles viran a melancolía y el cielo en tristeza y mientras, engañar al paladar improvisando un mal vino, el peor aunque suficiente para arrancar mis recuerdos y divagar sobre el maravilloso porvenir que se avecina.
Nada de ahogar penas en un cartón, brindo por la vida como puedo, como ella misma me permite. Atrás quedaron las atalayas de papel y el torreón donde habitaba es ahora colchón y manta allá cuando el frío cala y se cuela sin remedio, como atemorizado que también busca consuelo.
Empino los últimos sorbos -centilitros pone aquí- y río descarado contemplando a todos los desprevenidos que, chorreando, inundan las calles encharcadas de zapatos mojados y calcetines mojados y almas mojadas en licores que no les corresponde.
Los efectos de este quinto y maravilloso cartón hacen presencia mientras me acurruco en mi encartonada morada, acá en una parcelita improvisada a pie de playa, con césped endurecido, y la piscina que se ha formado.
Tengan buenas noches.
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