
Cae la noche en tus calles y todo se endurece natural y paulatinamente mientras las luces artificiales toman las riendas con un protagonismo, en ocasiones desmedido y en otras,… ya saben, las cosas de los políticos y de la política y del politiqueo.
No sabría si es una batallita de abuelo cebolleta o un cuento de Gloria Fuertes; de fábula seguro que no podemos catalogarla porque el único animal que sale en la historia sólo yo y bueno, aunque hablo, aún camino erguido y creo que el vino me mantiene el raciocinio en pleno apogeo.
No recuerdo muy bien no el año, era Semana Santa y yo, un chiquillo un tanto desaliñado que andurreaba de acá para allá, buscándome más líos que papas cuando veo pasar una fila de nazarenos procedente De la Vega. Sí, allá donde los gitanos campaban a sus anchas.
Me acerqué entre cauteloso, curioso un sorprendido, temiendo la represalia de cualquiera de los señoritos que, ataviados pulcramente con sus sombreros, escondían sus bigotes y más penas que glorias bajo un aroma a perfume barato pero de esos que sólo se huelen en momentos de postín, cuando veo una mano anciana, unos pies descalzos desolados y un ropaje largo y oscuro. El señor, anciano, con su cara cubierta no acertaba a encontrar lo que andaba buscando cuando saca una estampa con un Cristo y me dice muy despacio, con voz entrecortada y muy tenue que Él me cuidaría, que le rezara. Cómo si yo supiera de eso…
Pasaron los años, muchos, y ahora mis manos se parecen a las que aquel, supuestamente buen hombre -Nunca supe nada de él salvo por ese instante y el hábito no hace al monje- y aquí me tienen, celebrando un nuevo día vivido y escondiendo la última moneda para mañana me despido, no sin antes, pasar mis dedos por la estampa que aún sigue conmigo y pidiéndole, seguro que de una forma poco ortodoxa, que me siga cuidando como me dijo aquel hombre, y me permita seguir abriendo los ojos a un nuevo día.
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