Nada como una puesta de Sol, se escucha en los horizontes terrestres donde el equilibrio deambula entre altamar y bajamar.
Horizontes terrestres, los mismos desde donde un alma errante y en constante búsqueda de felicidad, es capaz de vislumbrar esos pequeños placeres que la vida te otorga y que no sabemos agarrar, impregnarnos de ellos y que se queden para siempre en uno de esos recónditos trocitos de nuestra alma.
Los manjares líquidos de un coco en su máximo esplendor, el dulce tacto de una fina arena que se cuela entre nuestras manos como infinita metáfora de nuestros días. De nuestra vida…
La brisa que atusa nuestra melena con el leve tintineo de un adagio de Albinoni, que va y viene queriendo ser ola que moja el tiempo como ron que atraviesa nuestro ser. Ambos nos embriagan y nos ayudan a sentir de manera diferente, con un plus de intensidad tan necesario como el vivir esos días que se escapan cual fina arena metafórica.
Y los amaneceres… competidores incansables que cada día se esfuerzan por su existencia ante la oscuridad más placentera que anuncia su llegada con esos momentos grabados con ese fuego celestial con el que se despiden, a la vez que dan paso.
Nadie habla de ti; siempre te adhieren hiriente al jornal, al esfuerzo y a la escasez económica cuando esas pocas monedas pueden justificar las estampas más bellas e impensables jamás disfrutadas.
Ay amanecer, sigue siendo ese infinito desconocido y déjame disfrutar de ti en la más pura soledad: tú, yo y mi pluma para escribirte.
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