Tablero encima de la mesa, fichas supuestamente todas repartidas. Participantes sentados supuestamente al azar. Miradas sonrientes que se cruzan y entrecortan en un ambiente tan hostil como falsos son los saludos y los deseos hacia el rival. Hacia cada rival…
La elegancia se plasma en cada movimiento donde los dados siempre muestran el número deseado y esperado por cada contendiente. Todos cuentan a la par y todos se saben traidores y traicionados, inocentes y culpables y, supuestamente, nadie hace trampas, al menos, que se puedan apreciar de manera tan evidente como para ser denunciadas tirando el tablero al suelo y que salgan todas las fichas y el prestigio de cada uno por los aires.
¿Lo gracioso? Todos son conscientes de los movimientos que hay detrás de cada uno de los turnos porque ellos mismos se han encargado de que el azar no esté presente en este azaroso juego de azar…
¿El final de la partida? No tiene. Son movimientos para la eternidad, para que los espectadores estén pendientes y hablen de cada uno de ellos sin cesar y siempre de manera brillante. El brillo del tablero prevalece a pesar de lo oscuro de cada avance donde todos quieren evitar la casilla de la cárcel, pagar más de la cuenta en los posesiones de su rival, que la dama no te destroce tu avance y por supuesto quedar como un rey, aunque a veces, te cansa algún jaque que nunca llegará a mate. De esos ya se encargan los propios participantes…
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