Se abre el telón, no hay guión establecido, ni escenas programadas. Estilo libre, micro abierto, oídos sordos. Sin ensayos previos.
Que empiece la función, Yo, no me hago responsable de nada.
Enfrente el público, mucho, poco o ninguno. Con las colaboraciones que tú quieras y quieran venir.
El tiempo es limitado, pero hagamos que sea eterno. Actores y actrices invitados, algún cameo y con las apariciones estelares de las visitas inesperadas.
El escenario diáfano, pero con un baúl repleto de atrezzo, que no falte ni sobre el color, ni las luces. Muchas luces, que hagan sombras. Que juguemos con ellas.
Que me pierda corriendo tras las cortinas, que me encuentre contigo colgando de la tramoya. Porque colgado hay que estar para sentirlo todo, que hemos venido a jugar.
Como único contrapeso en el escenario, lo que nos venga por vivir. Con los bastidores silenciados, que haya ruido y que hablen a la espalda. Tampoco nos vamos a hacer responsables de eso.
Con una brisa fresca y perenne, sin que llegue a ser molesta, meneando suavemente el bambalinón.
Y con ese telón inmenso, pesado y amenazante, cerrándose poco a poco. Incitando, sin remedio, a que llegue el final de la obra. Pero ¡qué obra!
Así transcurre el tiempo, mientras creamos tu obra, mi obra, nuestra obra. Sin saber si habrá función mañana, sin poder hacernos responsables de nada de eso.
Solo intentando ser dueños de nuestras emociones, con el cartel de «no hay billetes» siempre puesto.
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