Tras dejar que la lluvia empapara los cristales y las bocacalles comenzaran a oler a tierra mojada, el pequeñoaprendiz de escribano se sentó frente al folio blanco. De fondo, el tictac de un reloj jugueteaba con el silencio.
– Llevo observándote un buen rato -dijo el maestro-, y apenas has garabateado una palabra.
El aprendiz de escribano levantó la cabeza, clavó sus ojos en los del maestro, y a duras penas contestó.
– No tengo nada que contar. Qué describir. Qué relatar. Siento que he perdido magia. Que las palabras me han abandonado. Que no merece la pena juntar palabras para que nadie las lea. Que quizás va siendo hora de cerrar el tintero de los sueños…
El maestro, mesándose la barbilla, dejó que el aprendiz terminara su relato. Se levantó de su viejo sillón orejero. Se acercó hasta la ventana. Prendió sus manos tras su espalda. Y de manera pausada, dijo.
– Si no sientes la necesidad de escribir, deja el folio en blanco. Si no te hierve la sangre cada vez que grafíes una frase, deja este oficio a un lado. Si tienes miedo al qué dirán, abandona. Estas a tiempo de salvarte. Si no te dejas medio grito en susurrarle al mundo lo que sientes, lo que piensas, lo que imaginas… coge ese folio en blanco que tienes delante de ti y devuélvelo a su cajón. Otra mano lo tomará de la cintura. Otra mirada lo enamorará. Otra voz le dará vida.

Cuando el maestro dejó en el aire la ultima silaba, por el rabillo del ojo observó cómo una lagrima recorría el rostro de su aprendiz de escribano. Al tenderle un pañuelo para que se la secara, éste le contestó.
– No maestro… está lagrima no se puede secar. Es la tinta con la que mi piel se envuelve… Voy a tatuarla en este folio en blanco para que mi alma se sosiegue. Voy a devolverla a su sitio. Voy a hacerla feliz.
Y ese folio en blanco comenzó a escribirse…