Están ahí. A lo lejos. Dibujados con colores difusos. Enmarcados entre líneas borrosas. Sin apenas hacer ruido. Sin apenas hacerse notar.
Cada uno los ve desde la atalaya del presente. Y el presente te los atalaya en torno a la mirada que en ese momento tengas. O quisieras tener.
En ellos uno quiere encontrar lo que a día de hoy no encuentra. Y a veces, al otearlos, una sonrisa se dibuja ante ti sin que ellos lo sepan. Otras veces son lágrimas vivas, maceradas, huérfanas de por qué… y ellos tienen guardadas todas las respuestas.
Nadie escapa de ellos. Es el camino a recorrer bajo el diapasón del tiempo. Es el lienzo que tus huellas dibujarán cuando tus huesos no cumplan años, sino décadas entre sus cicatrices de calcio.
Desde que arribas bajo este sol, tienes uno delimitando tus costuras. O varios. Eso depende de la calidad de tus sueños. O de la cantidad de sueños que quieras cumplir y dejar remarcado en ese fondo de pantalla que nunca llegas a acariciar del todo con los dedos, porque es inmenso, extenso, desproporcionado.
Y aunque creas que es el mismo para todos, en el fondo de nuestra alma ese horizonte se maquilla con otros aromas. Se viste con otros andares. Se esconde y se aparece con otras voces, otras palabras, otros susurros.
Si tienes uno, no lo dejes escapar. Ánclate a él. Persíguelo como el niño que persigue la sombra de su risa cuando ésta se eleva por encima de sus manos.
Si no lo tienes enfocado, rebúscate en tu interior. Descósete el dobladillo de tu alma y acarícialo como solo se acaricia aquello que está por venir. Cuando menos te lo esperes. Cuando la espera se presente ante ti.
Horizontes… ese lugar donde las fronteras se rinden al devenir de lo que aun no está escrito, pero tu piel sabrá escribir.
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