Despliego las alas y empiezo el viaje. Hay que hacerlo sin respiro, sin descansos. Hay que volar alto, tan alto como el cielo te permita y eso es maravilloso porque no poner límites siempre suma, allá arriba y en la tierra.
Es entonces cuando me dejé llevar por la alusión de encontrarlos. Tantos años escuchando hablar de ellos y nunca la suerte de conocerlos. Siempre cuento que moran allí, en aquella estrella que brilla con más fuerza en el cielo, porque encienden su lamparita para «vigilar» de cerca, a niños y mayores sin distinción.
Busqué y los busqué sin descanso, pero no estaban. Se escondían de la presencia humana, porque ellos, aún siéndolo, no lo eran. Pertenecían a esa especie de mitos históricos, que todos sabían de su existencia, pero nunca los vieron… Aunque yo sí los vi una noche, pero preferí decir que no por si se enfadaban conmigo. Hasta escuché sus pisadas a lo lejos del pasillo, pero me tapé la cabeza con nervios, ilusión y miedo.
Seguí volando alto, con los ojos cerrados y abiertos, gritando y en silencio. Los llamaba incesante entre las nubes, pero nunca contestaron.
Sin embargo sabía que estaban, intentando mantener el secreto que mejor guardaban. Ese secreto que hacía brotar cada enero la niñez que llevamos dentro, la ilusión de los más pequeños, el nerviosismo de lo que veremos después de una noche tan mágica como larga.
Es hora del descanso, de rendirnos a su poder. Da igual no encontrarlos si sabes que están, da igual no escucharlos ni hablarles ni sentirles. Son, y serán, por siempre jamás.
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