Juntas, a la vez, cayeron.
Sé que no lo hicieron por mí, no soy tan arrogante, pero así fue. Y creo, que solo yo fui testigo de ello.
Caminaba bajo el sol, disfrutando de mi añorada ciudad, con paso ligero pero sin prisas.
Me entretuve durante mi marcha en mirar las esquinas, los comercios cerrados por las crisis y los benditos balcones bañados de flores.
A buen ritmo por las aceras repletas, esquivando veladores y siendo adelantado por patinetes voladores.
Iba con tiempo, como debe ser, como me gusta ir para ser libre en el camino. Pendiente de la vida de mi ciudad y de sus gentes.
Atento y despistado, sabiendo el destino pero no el camino a recorrer, sin más preocupaciones.
Notaba en mis pies el cambio del asfalto al adoquín, y como no, al empedrado. Esquivando el sol sin buscar la sombra que me iba encontrando. La que me proporcionaban desde las acacias hasta los cargados naranjos.
Y allí estaban ellas dos. Desconozco si de la misma edad, y si del mismo barrio. Pero llamaron mi atención cuando cayeron al suelo.
Porque las dos lo hicieran a la par, rodando juntas calle abajo. Sin saber si florecieron a la vez o si colgaban de la misma rama.
Dos naranjas amargas que se mantuvieron unidas, desviando mi atención en el camino.
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