En el deseo del ser humano de crear, de controlar, de dar vida a lo inerte, de llegar a más, surgen ellas.
Esos conjuntos de aparatos combinados para recibir cierta forma de energía y transformarla en otra más adecuada, o para producir un efecto determinado.
Maléficas y odiadas en sus orígenes, divinas y amadas en la actualidad. Necesarias para nuestro día a día.
Son capaces de todo, levantan toneladas en un solo movimiento y sin esfuerzo, conectan a personas separadas por miles de kilómetros, nos permiten guardar los recuerdos en nítidas imágenes y un sinfín de utilidades más.
Las necesitamos tanto, que cuando nos faltan, no sabemos actuar, nos bloqueamos. No podemos seguir trabajando, ni hasta divertirnos o pasar el rato. Y en su ausencia, no nos dejan estar a lo que hay que estar, a la vida.
Menos mal que, aunque son capaces hasta de pensar, no son humanas. No tienen alma ni sentimientos.
Por eso, cuando alguien trata a las personas como si fuéramos máquinas, nuestro sistema cortocircuita y emite mensajes de error. Mensajes externos, mensajes internos, mensajes en el buzón de «correo no deseado», mensajes sin leer, mensajes sin responder, mensajes tardíos y mensajes con faltas, pero no de ortografía.
Y aunque reseteamos y pulsamos omitir y continuar, el error interno sigue presente. Y si no actualizamos el sistema, si no descargamos el antivirus, los errores se almacenan y generan otros nuevos en un bucle infinito. Hasta que nuestro dispositivo colapsa, se estropea y no hay recambios en el mercado para arreglar el estropicio.
Vivimos supeditados a ellas, quieren que seamos como ellas, pero no somos ellas. No actuemos como máquinas.
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