Una madrugada del año pasado, tumbado en la bodega con un barril de ron como sostén de mi espalda y casi rendido por el sueño, me vino una historia a mi mente casi agotada en la que veía dos, tres e incluso cuatro montañas de pétalos y margaritas huérfanas de sus blanquecinas extremidades. Sin duda ha estado aquí, no hay duda.
De todos es sabido que la margarita es la mejor de todas las herramientas esclarecedoras de dudas cuando no estás en altamar. Todos o casi todos hemos cogido alguna vez de niños una y nos hemos puesto con el manido “me quiere, no me quiere; me quiere, no me quiere…”, pero el abominable personaje que se aparecía en esa breve cuasi pesadilla, las usaba de manera singular; no había síes ni noes tallados en los pétalos y el individuo las arrancaba a su antojo, sin ton ni son, como cuando una tormenta perfecta menea a su ritmo y al azar el cascarón donde navegamos, pero con un claro objetivo: no fallar.

Enemigo del fallo, pero no por perfeccionista, en lo que a su persona se refiere, fue dejando tiradas una cuantía enorme de bellas margaritas porque ninguna ejecutaba la claridad con la redundancia que él quería para sí mismo. De esta manera, despobló un bello jardín buscando y rebuscado la que actuara o se conjugara en el futuro, como bola de cristal.
Dicen que a la tercera va la vencida y al alcanzar la última margarita y tras despoblarla casi en su totalidad, creyó dar en la tecla… Pobre ingenuo, ha devastado todo el jardín, habita un desértico lugar y ha destrozado la belleza de un paraíso y aún así se cree acertante del pleno al 15 cuando se ha llevado la pedrea y con malas artes.
Por suerte, la primavera siempre vuelve y volverán a nacer nuevas margaritas y del individuo quedará tan solo el recuerdo, al igual que del sueño que os acabo de contar mientras brindo con mis fantasmas por un futuro radiante, un horizonte claro y un oleaje puro, cristalino, brillante que nos lleve a parajes y tesoros incontables.
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