Cogidos con pinzas, así estaban mis sentimientos, atados a un cordel desgastado en cualquier azotea de cualquier sitio y en cualquier fecha.
Ya había divagado lo suficiente como para saber que finalmente caería al vacío de ese precipicio, y aún así no sentí miedo. Quería dejarme llevar sin pensar en nada más que no fuera el placer del momento, el instante mismo de cerrar los ojos y besarlo… y después lo que el destino nos tuviera deparado.
Ni él ni yo éramos libres para hacer y no dejar muertos en el camino, los primeros nosotros, la primera yo, y aún así no renuncié a la cita en la que todo se decidía. Si era amor lo sabría, y si era sólo sexo también.

Me temblaban las manos al volante de camino al lugar elegido, lejos de miradas indiscretas, de palabras malintencionadas y de oídos demasiado ávidos de noticias frescas y de rumores absurdos.
Cuando llegué, mientras me quitaba el cinturón de seguridad no fui capaz de dejar de temblar, la boca seca y entre tanto encendí un cigarrillo de esos que llevaba en el bolso para situaciones de emergencia, y sin duda aquella lo era. Apenas sí atiné a ponerlo en mis labios, y aspiré tan profundamente que casi me ahogo en mi miedo.
Intenté tranquilizarme, pero fue en vano. Allí estaba, era el momento. Me bajé del coche y me acerqué a aquella terraza de verano en pleno Noviembre y ya me estaba esperando absorto en su móvil. No era guapo, ni atractivo y sin embargo hacía que algo se removiera en mi interior. Saludos de rigor con dos besos, cuando aún las mascarillas no estaban en nuestras vidas, y una cerveza. No tenía ni idea de cómo empezar aquella conversación, tan incómoda como necesaria, para dejar claras las cosas, para establecer los límites de lo que sería nuestra relación a partir de ahí… Y todo fue mucho más fácil de lo que imaginé. Él hizo que fuera así, y cuando me relajé también aporté mi granito de arena. Entre líneas pudimos leer que aquello era una locura que no estábamos dispuestos a cometer, no por falta de ganas, sino por la realidad nos dio un bofetón sin esperarlo y decidimos seguir siendo lo que hasta entonces habíamos sido. Dos amigos, que se quieren, se admiran y se escuchan, se consuelan y se alegran juntos,pero nada más.
Quizás podría haber llegado a ser una bonita historia, pero siempre nos perseguirían los fantasmas del pasado, y los dos estábamos cansados de seguir remando a contracorriente. Y aún así, lo fue.
Una historia maravillosa de complicidad, de miradas inocentes que entendíamos sin mediar palabra, de abrazos oportunos, de oídos comprensivos, de consejos sanos y amor del bueno, sin puertas traseras, sin rencor, sin vanidad… Un amor puro, de esos que te marcan y dejan huella por ser especiales. Un amor que muchos no sabrían comprender entre un hombre y una mujer, y sin embargo… existe, doy fe.
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