Pasaban las horas y una sonrisa sempiterna asomaba a su cara, a pesar de todo. Eran tiempos de hambre, de lucha encarnizada en el que cada bando quería ganar su parte sin importar quién quedara en un camino embarrado de muertes y sangre, y aún así, sonreía. Reía porque en plena contienda el amor llamó a su puerta sin esperarlo, entre metrallas y zanjas cavadas para protegerse de los bombardeos, ella encontró un motivo para disparar sin que los remordimientos hicieran mella en su conciencia.
Vestida de miliciana, sin condecoraciones ni cargos importantes en el partido, estaba decidida a terminar con los que, según ella, le arracaban cada día, cada noche, cada minuto un poco de aquel tiempo que fue mejor.
Escondida en su odio y su rencor, captaba su objetivo gritando libertad, esa que siempre quiso y le arrebataron después de haberla acariciado por un tiempo.
Las calles vacías, los edificios asolados de mugre y hambre, sin techos y sin paredes, era su único cobijo, bueno eso y el amor de trincheras que estaba sin estar, pero ella sentía a su lado, y sonreía.

Nadie entendía el porqué, pensaban que la locura habitaba a sus anchas rondando su cabeza y hasta en la forma de enfrentarse cada día a una muerte segura, de ella o de otros, eso no importaba. Cada vez que apretaba el gatillo contra el enemigo, pensaba en todo lo que le arrancaron siendo casi una niña. Con poco más de dieciocho años no dejaba que la compasión fuera su bandera, la única que ella había conocido era la del miedo y la de hacer pagar a los que decidieron tomar con armas su vida, con esa misma vida que a ella le quitaron y le saquearon sin ni siquiera preguntar. Marcada por unos acontecimientos donde ser neutral no existía y donde se sentía obligada a estar contra todos o contra sí misma, contra los valores de una familia humilde y trabajadora, que lo que tenían lo habían conseguido con el sudor de su frente, o del lado de los que lo hicieron posible.
No se rendiría, se decía cada mañana al asomarse a un ventanal roto que le servía de espejo para ver reflejada la imagen de una chiquilla convertida en mujer a la fuerza y obligada a tomar decisiones sin saber siquiera lo que significarían para ella.
Atrás quedaban los que dependían de ella, tres pequeñajos, sus hermanos, agarrados con fuerza a sus piernas antes de marcharse a encontrar un futuro mejor para ellos.
Sin embargo, continuaba sonriendo a la vida, al amor encontrado en medio de la barbarie. Nadie escapaba a la crueldad de una guerra, y menos ella… Humillada y vejada cuando tomaron su ciudad, despojándola del honor y de una honra impuesta por los tiempos, y sin embargo seguía creyendo. Ni en Dios ni en la patria, sólo en ella misma. En sus pensamientos forjados a base de golpes, en sus ideales construídos sobre la base de la inocencia que le arrebataron de un plumazo, sin consideraciones ni consecuencias para los que lo hicieron.
Pero ella sonreía, sonreía a la muerte y no se escondía, sonreía a pecho descubierto enfundando un arma que sólo ella sabía lo que valía. Sonreía sin sonreir, sin que la comisura de sus labios se elevara lo mínimo para parecerse a una sonrisa de verdad, y sin embargo lo hacía. Lo hacía por aquellos que ya no estaban, por los que habían terminado dando con sus huesos en la cárcel sin más juicio que el de la poca conciencia del enemigo, lo hacía por aquellos que tenían que vivir en la clandestinidad para evitar la muerte, por las colas del hambre, por las de la prisión de turno, por los que estaban en el monte desde hacía años.
Sonreía porque el final no llegaba y estaba cansada, sonreía porque se acercaba el final, por todos aquellos libros prohibidos que tanto le gustaban.
Sonreía y eso significaba que en el horror de su vida, existía un resquicio pequeño para la esperanza.
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