Salgo de casa. Nevera, portátil, cartera, llaves del coche, llaves de casa y llave de la taquilla del trabajo. Todo en orden. Besos de despedida y nos vemos a la noche.
Arranco el coche, espero a que pase una pareja de mujeres que están cruzando por donde quieren y casi llevadas por el viento tratando de no acabar estampadas en algún coche aparcado. Rumbo al trabajo.
Entre pasos de peatones y falsos badenes (son resaltos) llego al primer semáforo del camino. En rojo, ¡qué raro! Para más inri un camión delante que ralentiza el ritmo. Cargado de mercancía pasa de 40 a 0 cada vez que llega a los obstáculos. Así hasta que llegamos a una rotonda, todos quietos esperando el momento y de repente «un listo» trata de adelantar por dentro para salir por fuera… imposible amigo.
Tras salir de la ciudad, rectas largas, sin semáforos ni badenes, pero con camiones y «el listo» detrás. Transcurren varios kilómetros y, de repente, noto un pequeño vacío. Algo me falta y no sé qué es.
Tras revisar ligeramente mis bolsillos, supongo que se me ha tenido que caer. Quizás en el coche al sentarme o puede que antes de entrar.
Rápidamente, cuando «el listo» y la distancia que nos separa me lo permite, detengo mi coche justo al entrar de nuevo en la ciudad.
Busco con algo más de detenimiento y observo que no hay nada por el suelo, ni en la rendija entre el asiento y el separador. Rápidamente deduzco que se me ha olvidado coger el teléfono móvil al salir de casa.
Sorprendentemente, mi cuerpo no sufre ninguna alteración. Nada de sudores ni dolor de barriga. Nada de empezar a delirar mientras suplico ¡¿qué será de mí?!, ¡¿cómo sobreviviré este día?!
Reanudo mi marcha y prosigo con mi vida. Hoy, quizás, con algo más de felicidad y menos estrés. A pesar del viento, los badenes y «el listo», me siento ligero.
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