Transitaba el año cero, en el pueblo Esperanza. Nunca existió un pueblo como aquel. Blanco. Todo era repugnantemente blanco. Perfecto quizás, pero blanco. Casas, cosas, casos. Todo igual. La luz estaba de más donde todo brillaba con la misma intensidad. Nunca anochecía. Cada rostro era semejante a otro. Sin embargo, él era diferente, distante, difuso, amarillo.
Los años de su niñez fueron duros. La adolescencia dramática. Era esplendor neto pero inusual en aquel entonces, en aquellas tierras. ¡Qué intensidad, qué grandeza! Difícil resultaba mirarlo de frente, más aún aceptarlo. Su color intenso maltrataba la vista de los demás habitantes.
Un día decidió escapar tan lejos que no lo alcanzara la memoria de los demás. Lo peor fue que nadie se percató de su ausencia, ni los ancianos que contaban haber conocido colores distintos en tiempos remotos. Vivió alejado, nadie supo cuánto tiempo, sin más compañía que la soledad, y como único alimento, las ideas difusas de la felicidad. Le extendió los brazos a la lluvia. Estrechó en su pecho la humedad de las cosas.
Con el paso de los años, su amarillo comenzó a desgastarse. Poco a poco perdía el brillo de antes. Su cabello y barba iban tomando un tinte blanco. Se sentía preocupado. Bajo ningún concepto quería ser como sus verdugos, prefería morir. Sería desechar sus sueños, su singular rostro, sus convicciones.
12
Mientras reflexionaba, paseaba la vista por el horizonte aparente. Se sorprendió al instante. A lo lejos, había un punto nuevo. Cerró los párpados en medio del asombro y la duda, se durmió profundamente. Al despertar, fijó la vista al frente. Allí permanecía ese punto misterioso que avivaba la curiosidad. Estaba más próximo, con un color desconocido que años después supo que era azul.
Así transcurrió el tiempo. Contemplando aquello que se acercaba. Presentía que era bueno para él. El blanco en su cuerpo comenzaba a aferrarse como el musgo y su congoja era cada vez mayor.
Despertó un día y al abrir los ojos tuvo que cerrarlos inmediatamente. Aquel azul era intenso. Olía a vida, a porvenir. Esperó mucho para ese momento y paulatinamente lo fue recibiendo.
—¿Puedo? —dijo ella en señal de saludo.
Quedó mudo. Era hermosa y distinta, pero no perfecta, tal como había soñado. Se miraron fijamente. Sintieron que se conocían de antaño. Ella escapaba de un destino similar al suyo en tierras lejanas. Abrió sus brazos y la estrechó contra sí. La plaga blanca fue desapareciendo de su cuerpo. La besó con ternura en los labios y juntos no fueron ni blanco, ni amarillo, ni azul. Eran verdes. Verde como la esperanza del amor.
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