3 de Aries, Las Rojas de Carmelian.
Un día más continuaban con la ardua búsqueda…
El zahorí Vári se sentó al pie de las escaleras, mirando al señor Fixex, que se encontraba a unos pasos, buscando, de un lado a otro, de la biblioteca. Lleno de rabia terminó por perder los buenos modales y tiró gran parte de los rollos amontonados. Uno de ellos rodó hasta terminar en los pies de su amigo, que estiró la mano para recogerlo sin prestarle demasiada atención.
—¡Me rindo!, —exclamó el señor Fixex, acelerando el paso para subir—. Estoy harto y cansado. Nunca encontraré ese estúpido pergamino.
Pero al pasar junto al zahorí Vári, le llamó la atención el que sostenía con desgana. ¡Por mil unicornios! ¿Dónde lo ha encontrado?
—¡Esto! Justo acaba de rodar tras vuestro último ataque de frustración —contestó sin dar demasiada importancia.
—¿Frustrado yo? Tiene el condenado documento y resulta que…
El sabio zahorí no solo se permite el lujo de descansar, sino que no se molesta ni en comprobar el carácter de lo que posee.
—¿Qué ha dicho? Llevo dos noches en vela debido a su desorden, dos noches —gritó Vári.
—¿Gracias a mí qué? ¡Vamos, vamos! ¡Ahora se cree con potestad para criticarme! Al ver que aquel documento pertenecía al Sagrado Libro, le faltó tiempo para hablarme de responsabilidad —manifestó el duende, malhumorado, manteniendo el silencio tras sus últimas palabras, y sin dar más explicaciones, observó el techo, inquieto, ya que aquellas partículas de polvo que caían, eran la prueba de que alguien había entrado en su hogar.
—¿Ahora enmudece? Claro, se queda callado porque no tiene argumento, ya que si lo tuviera, ya estaría bramando como cuervo que anuncia el frío invierno —gritó el zahorí, desahogándose. Luego, él también quedó en silencio, al escuchar con claridad cómo alguien irrumpía en el hogar.
—¡Esperanza y luz! ¿Maestre Fixex, está en casa? —preguntó Híz—. Parece no haber nadie, quizá esté en su huerto —afirmó—. ¡Maestre! ¡Soy la primera nombrada! —dijo, caminando hacia la puerta trasera hasta que el instinto la obligó a volver sobre sus pasos. ¡Justo allí fue donde inclinó su cuerpo! Y guiada por sus dones, acercó el rostro al suelo, intensificando su oído. Estaba segura de contar dos respiraciones. Una pausada, la segunda ligeramente acelerada. Luego se incorporó y observó el suelo de madera, buscando un modo de bajar, segura de que tenía que haberlo.
En consecuencia, bajo sus pies, ocultos en la oscura biblioteca, ambos líderes permanecían en silencio, esperando con paciencia a que la nombrada se marchara con el fin de subir sin ser vistos.
Pero sin justificación, el zahorí Vári se apartó del viejo duende y decidió subir. El señor Fixex estiró la mano para intentar retenerlo, pero ¡sin éxito! Su falta de compromiso causó un impacto enorme al anciano, que con el puño cerrado murmuraba.
—¡Por mil unicornios! ¿Es que es tan difícil de comprender? ¡No deseo que nadie más conozca la existencia de mi biblioteca secreta! Pero este endemoniado zahorí ha decidido unilateralmente que deje de serlo.
Aunque lo cierto era que él también sentía la necesidad de hacer lo mismo. No podía explicarlo, no obstante subía tras él, ¡aun cuando le parecía una locura!
—¿Qué habéis hecho, alteza? —preguntó el zahorí mayor, perplejo…
Mientras Híz daba un paso atrás al ver cómo la cabeza del sabio zahorí emergía del suelo.
—¡Es ella! —gritó Vári, bajando la mirada en busca del señor Fixex—. Sube y compruébalo por ti mismo; aun así, estoy seguro de que es ella —repitió, subiendo a toda prisa para colocarse frente a la primera nombrada.
Entretanto, todo su cuerpo se resentía ante la posibilidad de que se encontrara realmente ante ella. No así su voz, que con total seguridad afirmaba:
—¡El poder que os ha sido otorgado se percibe diez veces más fuerte en vos que en el más feroz de los guerreros terios! ¿Lo estás viendo, amigo mío? ¡No creí que fuera cierto! Pero ahora lo veo con mis propios ojos —aseguró corriendo hasta la mesa y buscando sin parar entre los documentos hasta dar con la hoja del Sagrado Libro.
Sin embargo, no encontró nada que lo confirmara. Después, miró al anciano duende y le apremió.
—¡Lea…, lea el pergamino que tiene en la mano!
Este lo desplegó con sumo cuidado y comenzó:
«Cuándo la bruma provoque la unión tornará a la primera nombrada.
¡La suma ha de ser par!
Una: Cuatro feroces…
Dos: Sangre real.
Previo al ámbar y gualda, el poder terio revelará a la profetizada».
—Bien, leída está, ¡ahora sería importante saber!
Pero Híz había dejado de oír al maestre para retroceder un par de pasos, como si al hacerlo pudiera deshacer lo ocurrido. En su mente, la fuga de lo inadvertido le brindaba algo que no podía ser posible.
—Decís que yo… —calló la joven durante apenas unos segundos, en los que se preguntó, ¿por qué aquel salvaje del que muy a su pesar estaba enamorada le había otorgado semejante poder? Su orgullo no le permitía aceptarlo.
—¡Señora! —dijeron ambos, en tanto el zahorí Vári caminaba desconcertado hacia ella para inclinarse hasta que cayó en la cuenta de que el señor Fixex no parecía verse abrumado ante la llegada de la profetizada. ¿Dónde estaban sus gritos? ¿Por qué razón no bramaba como era su costumbre?—. ¡Hacha, fuego y rabia! —saludó Vári, consternado, ya que la presencia de la profetizada instauraba la fatal consigna.
—¡La madre nos protege! —contestó ella, por instinto, al tiempo que todo lo ocurrido se fusionaba en su mente, obligándola. Llevándola a pensar si realmente todo aquello era posible, ¡hasta ese momento nunca se había dado una profetizada sino por sangre! ¿Cómo podía ser? ¿Era ella el primer eslabón de un nuevo linaje? Las preguntas se acumulaban en su mente. Una tras otra, sin respuesta, mientras su corazón se aceleraba.
—¡La profetizada nos honra! —aseguró el señor Fixex, aliviado al verla.
Lo ocurrido con el consejero Zeldriz lo mantenía alerta, y desde ese momento esperaba a que todo cobrara sentido, aunque la búsqueda en los documentos no pareciera dar resultado. Por lo que ya pensaba que todo estaba perdido. Sin embargo, al verla comprendió que aún había esperanzas.
—¿Cómo me habéis llamado? —preguntaba ella, en busca de respuestas, cuando se llevó las manos a la cabeza, pretendiendo parar el curso de lo que estaba sucediendo.
«¿Por qué no lo vi? En realidad, no me había parado a pensarlo… Sin embargo, mis instintos no son los comunes, y todos esos cambios… ¡Soy la profetizada!».
Segundos más tarde giró con lentitud su cuerpo y estirando los brazos por debajo de la cintura se observaba a sí misma. La joven maestra arquera no entendía nada, pero tenía claro que había llegado hasta allí buscando ayuda, y parecía haberla encontrado. De cualquier manera no había tiempo para hacer preguntas, a no ser las necesarias para conseguir lo que quería.
—¡Maestre Fixex! ¡Zahorí mayor! Estoy aquí para demandarles ayuda —dijo, acompañando su propuesta con un detallado relato de todo lo ocurrido tras el segundo nombramiento. Para cuando terminó, la cara de ambos era un poema.
—¡No lo comprendo!, —confesó el zahorí Vári—. Terios, aves bruma, la princesa Loum, desaparecida; el príncipe Xium, malherido; un impensable intercambio de poder, la Colina del Velo, ¿y dices que tras todo eso los ancianos te rindieron pleitesía? ¡No lo comprendo! —repitió—. Lo que por supuesto no es de extrañar, si nos paramos a pensar que, en apenas unos instantes, mi corazón ha pasado del estrés acumulado por las excentricidades de mi anciano amigo a sentirse conmovido por lo que conlleva vuestra llegada. Sin olvidar la carga que eso supondrá para vos —aseveró, deteniendo su mirada en la joven…
Sin embargo, había algo en ella que llamaba la atención del zahorí Vári, no era solo su forma de hablar. Era su porte, su forma de ser y de dirigirse que le resultaban tan familiares—. Yo tuve el honor de conocer a la última profetizada. Dikaz, se llamaba… Como su alteza, ella también era hija del Alcázar real de Turmalina. ¡En cierto modo, me la recuerda en esencia! Su linaje se perdió, como el grueso de su extraordinario ejército.
Pero aún no se habían secado las dudas de su voz, cuando su mente viajó hasta la evidencia, quizás no todo lo que creía saber era cierto, pensó recordando una noche en particular…
«Dos guerreros corriendo por el bosque con la agilidad de los felinos… Y un por entonces joven zahorí, recibiendo a la pareja de enamorados para unirlos en secreto. En una noche que ofrecía, como canción de nupcias, los susurros de la doncella del sur, que desplazaba con tristeza los gritos de dolor de centenares de heridos en el campo de batalla…».
—Pero ¡la duda permanece! —replicó el zahorí vertiendo su inquietud sobre el maestre a través de una mirada—. ¿Dónde está su ejército? —expuso, dejando en segundo lugar las declaraciones o demandas de la primera nombrada…
Mientras al otro extremo del reino, Tahíriz Alemrac gestionaba la incertidumbre consciente de que en ningún caso era una propiedad. ¡Si lo que estaba sucediendo llegaba a extenderse, no se podría controlar! Por ello en palacio pocos conocían la triste nueva y la vida transcurría dentro de la normalidad, a pesar de que las pruebas de la confabulación contra el reino se encontraban resguardadas por los infranqueables muros bajo el agua de la poza, en el interior del palacete.
¡Allí la normalidad no era sino un añorado recuerdo!
La reina reflexionaba en silencio hasta que, por fin, se decidió a hablar.
—Todo ha empeorado tanto desde la pasada noche, ¡mi mundo se quiebra! Ahora, más que nunca, necesito el calor de tu palabra. El alivio que defiende mi corazón del frío propósito de mi enemigo… ¡No me abandones! Aunque esa ley me obligue a casarme con él, ¡no lo haré! Conseguiré tiempo si logro que el consejo me apoye, y quizá así pueda retrasar toda esta locura hasta el uno de Tauro —dijo, pretendiendo una alternativa que no le obligara a dejar de amarlo. Y despidiéndose con un suave beso al consejero Zeldriz que apenas tenía fuerzas para suscitar el leve susurro de su aliento. Lo miró con ternura, pero dando un paso atrás y cerrando los ojos, al comprender que estaba sola y que sus palabras no eran, sino el rumor de su anhelo, después de pronunciarlas, de oírse, se enfadó consigo misma comprendiendo que debía cambiar su actitud—. Juro por el poder del crisólito de los antiguos reyes que, desde hoy, dejaré de amaros… No reconoceré mi amor por vos hasta que mis sentimientos estén en concordancia con mis obligaciones, o sean inocuos para los que están bajo mi protección.
Tras ello, caminó afligida hasta la estancia conexa, donde se hallaba la anciana Amma. Se paró en el umbral para observarla en silencio, le parecía tan indefensa, e incluso más mayor de lo que la recordaba. El miedo a perderla llenó su pecho con una mezcla de soledad y nostalgia, contra el que luchó levantando su pie desnudo. Que, acompañado por la caricia de la seda de su camisón, la acercaba con cada paso hasta su lecho para arrodillarse ante ella. Y allí, compungida por el horror al que se enfrentaba, se preguntaba cómo afrontaría un día tan complicado… Y por ello, la anhelaba doblemente, pero sabía que, aun sin su acostumbrada ayuda, el tercer día de Aries despuntaba repleto de reuniones y compromisos que no entendían de sentimientos ni de pérdidas, muy a su pesar.
—¡Vos también me queréis dejar!
¡Por la madre de las estrellas, no lo hagáis, Amma! —suplicó, llorando, desconsolada. Rota en su interior, la reina de Hósiuz tomaba una decisión que en las manos incorrectas podía ser duramente cuestionada:
En prohibido sostenía la vida de la señora Zolarix gracias a un pequeño amuleto. Un anillo elaborado con hilo procedente del collar que le fue entregado por la anciana, entrelazado con una hebra de su cabello, que albergaba la gracia de la gema instaurada en su cuello… Y de igual forma, otro para su amado príncipe, que al igual que la señora Zolarix permanecía debatiéndose entre la vida y la muerte, oculto al conocimiento ajeno.
Por supuesto, la reina sabía que usar el poder de los antiguos reyes en su beneficio le supondría un elevado coste, pero lo cierto era que estaba dispuesta a pagarlo.
—¡Mi reina! Debe regresar, la esperan —interrumpió Mhiva, que como de costumbre desbordaba dulzura en todo lo que hacía.
—Tienes razón, mi fiel amiga… ¡Vamos, no conviene que las doncellas me echen en falta!, pero antes debo pedirte que observes los anillos. Sí, sé que no debí utilizar los dones que se me han concedido para hacerlo, y espero que la nebulosa de la Araña no sea muy dura conmigo.
—No seré yo quien le recuerde lo peligroso que es retarlos, para eso ya están las leyes no escritas. ¡Y la misma historia de vuestro pueblo es prueba de que no tienen inconveniente en cobrar sus deudas! En el caso concreto de su predecesora se dice que pagó con su sangre. Pero, como me habéis pedido, los observaré.
Poco después, lady Alldora y la sword Ayla esperaban en la biblioteca la llegada de su reina, que caminaba con determinación al encuentro de ambas.
«¡Callaré! Nada de lo revelado por Mhiva se tratará en esta reunión», pensó.
Después, cambió de semblante y cruzó la magna entrada de la importante estancia. Sin embargo, no por ello lo expuesto en aquella temprana reunión dejaría de ser relevante:
—¡Debí expresar mi desacuerdo en su momento, majestad! —confesaba la consejera real—. ¡No cometeré ese error por segunda vez! Así que seré muy sincera al respecto. ¡Se expone en demasía! Y con ello al reino y todo lo que conlleva. Entiendo que su proceder es fruto de los problemas que nos acechan, pero debe entender que se debe al reino y que tiene que ceñirse al protocolo, ¡de lo contrario no puedo asegurar su bienestar!
—¡Le aseguro, lady Alldora, que no pienso rendirme! Ni ceñirme a nada hasta que todo este desatino se solucione, y me entristece que, siendo como es mi mano derecha, no lo entendáis. ¡Usted misma pudo verlo! Me obliga a recordarle la gravedad de lo que descubrimos durante la visita a las manadas reales…
En las condiciones en que se encuentran las yeguas sagradas, apenas tuve tiempo para recibir su gracia, ¡y sabe la diosa que nuestra necesidad es grande! ¡Aún pueden prestarnos su ayuda! La pregunta es: ¿por cuánto tiempo? Debemos volver, y solicitarla, antes de que esta se pierda.
—¿Volver? —preguntó la consejera, intranquila, recordando lo acontecido durante la visita al sagrado Valle…
«El sonido de los cascos de los caballos era tan fuerte como para saber que el enemigo se encontraba muy cerca… Los gritos de los Hecat las alertaban con el anuncio de su intención de derribarlas sin importar la forma».
—¡Cabalgad! ¡Cabalgad, por vuestra vida, majestad!
Lady Alldora tocó su rostro. Aún podía escuchar el agudo silbido de las flechas, y como durante la huida una de ellas rozó su mejilla, ¡evidenciando lo peligroso que resultó salir sin escolta! Todavía peor, ¡lo cerca que habían estado de apresar a su reina!
—Lo que proponéis pone en riesgo vuestra vida y, por ende, la paz del reino. ¡Perdóneme, majestad, por lo que voy a hacer! Pero ni como consejera real ni como Suprema, ¡puedo ni debo dejar de expresar mi recelo!
Un instante después se giró hacia lady Ayla y cuadrándose ante ella, le ordenó con rigor, ¡proteja a la reina! ¡No se separará de ella, sino tras verter sangre del enemigo y conseguir la victoria!
—¡No en la intimidad de mi alcoba! —ordenó Tahíriz—. ¡Lo considero excesivo e innecesario! —dijo, rechazando la custodia; esclava de su secreto.
—Pero… ¡Majestad! ¡Así lo estipula el protocolo!
—¡El protocolo y lady Ayla permanecerán fuera de mi estancia, consejera! —aseguró la soberana con tono drástico e inamovible.
—¿No lo comprendo, mi reina? ¡Debo insistir!
—¡No! ¡No lo haréis, consejera! Esto no es la pequeña Ciudadela —dijo Tahíriz, recordándole que en palacio no había lugar para la Suprema.
Ambas señoras inclinaron la cabeza ante la soberana, en tanto se miraban extrañadas. Por supuesto, no compartían la decisión de Tahíriz, pero su deber era obedecer sin cuestionar las órdenes, aunque estás no fuesen las acertadas… Poco después, ambas la custodiaban hasta la siguiente reunión, siguiéndola tres pasos por detrás, sin descuidar la amenaza que, parecía ser desvelada por el mismo cielo, ¡con su extraño atardecer de augurios! Junto con los reflejos gualdos se estrenaban los tonos malvas, que anunciaban la posibilidad de una gran guerra.
No muy lejos de allí, en la segunda galería, portón ocho, el señor Mirhog había perdido parte de la mañana esperando a Merhug, razón por la que el secretario corría para no llegar tarde…
Los consejeros se saludaban entre sí y debatían diversas cuestiones sin demasiada relevancia. Lo importante se trataría en el salón del trono, donde se congregaba el consejo al completo, a excepción del consejero Zeldriz, al que creían mejorado y resolviendo relevantes asuntos para palacio; rumor que corría por las galerías de estancia en estancia, gracias a Mhiva, que así se lo había contado a la primera doncella en presencia de Didig, experta en traer y llevar todo aquello que sucediera entre los muros, ¡convirtiéndolo en el cotilleo del día!
—¡Con la venia, Majestad!, —dijo Mirhog con exagerada solemnidad. Levantando acta golpeando dos veces su mazo para proceder—. Señores, señoras, comencemos…
—Consejero de la Fortaleza Amatista, ¿tiene algo que reportar? —preguntó la reina.
—Así es. He revisado, a conciencia, los arribes al puerto, y el galeón del rey de los Amatis no se encuentra anclado en él.
—Espero que no haya ningún tipo de problema —dijo Mirhog alzando la vista, esperando la respuesta para incluirla en primer lugar.
—No, señor secretario. El galeón llegará al reino con tiempo para la gran cena. Así se me ha hecho saber esta misma mañana a través de misiva real. Por lo demás, el festival continúa sin ningún altercado digno de ser mencionado —aseguró lord Edisis, apoyando los codos sobre la robusta mesa de reuniones, que se había reubicado al fondo del gran salón a petición del propio Mirhog. Pues a su parecer había mucha más luz, lo que facilitaba el trabajo del duende, que no gozaba de grandes ojos ni de buena visión.
—¿Y usted, consejero Vertux? —preguntó Mirhog, retirándose las gafas para frotarlas con fuerza, buscando mejorar su trasparencia, en tanto el señor consejero se tomaba su tiempo para contestar. Aunque, por suerte, una vez que se ponía a ello, no había forma de pararlo.
—¡Diré!… —contuvo su opinión el tiempo suficiente para levantarse con extrema lentitud—. Diré que los duendes de Carmelian no somos tan afortunados. ¡Eso diré!… El maestre Fixex está muy molesto por una lista de errores que espera exponer a este consejero en su próxima visita a palacio, ¡falta de atención lo ha llamado en su misiva! Alguien tiene que hablar con él. ¡Y por la diosa y la Deidad de las leyes no escritas que, no seré yo! Escriba también que le recomiendo a usted, señor secretario; para solventar este lamentable dilema… ¡Estará de acuerdo conmigo en que es lo mejor para el caso! Dada vuestra condición.
Mirhog afirmó con el leve movimiento de su pluma, sin levantar la mirada del documento, mientras reflejaba la propuesta en el acta, y tomándose un momento para añadir el nuevo quehacer a su anuario, escribía una nota al margen…
(Importante, concertar una reunión con el tío Fixex, a la mayor brevedad).
—Consejera Dilhay de Tanzanita, ¿algo que añadir? —preguntó el secretario, esperando que no fuera así, porque le aterraba tanto su tono como su tamaño, ¡y su carácter no era mucho mejor!
—Sí… —aseguró la consejera, levantándose muy indignada, y faltando como siempre al protocolo, dejó su lugar en la mesa para acercarse a él—. El zahorí Vári, se excede en sus funciones. La noche del primer nombramiento amonestó a dos de mis elfos mariposa, ¡lo que es inaudito en un nombramiento!… Alguien puede decir cómo puedo hacer que su trabajo sea un tormento para el resto de su existencia —gritó, acelerada.
El secretario tenía una respuesta. Era ella, pero no tenía el valor para ponerla de ejemplo. Por lo que escondió la cabeza entre los hombros, casi por instinto. Aunque no era la primera vez que la veía así, la suma de la frustración de la elfa mariposa, junto al añadido permanente de altura, fruto de su cargo. Le provocaba un terrible desasosiego al secretario, que, desafortunadamente, revivía, con pavor nocturno, en sus pesadillas.
—¡Consejero Zerdeg de la Foresta Nácar!—. Continuó el secretario aterrado—. Consejero —inquirió concediéndole la palabra por segunda vez, intimidado porque no había más espacio entre sus hombros para ocultarse de los bramidos de la airada consejera Dilhay.
—¡Señor Zerdeg! —insistió levantando la voz, esperando que este hiciera uso de su turno, pero ni siquiera los golpes de su mazo consiguieron llamar la atención del enano, que observaba obcecado una ampolla…
De repente el secretario quedó también hipnotizado por ella, casi podía afirmar que eran similar, si no las mismas que por error le entregaron al terminar de cenar, y por las que incluso había irrumpido en las cocinas para preguntar por el joven al que supuestamente iban dirigidas…
Mientras tanto, la consejera continuaba mostrando lo exagerado de su carácter, y el señor secretario optaba por recordar lo sucedido, buscando una hebra de la que tirar…
“¡Oh no! Debe haber una confusión. ¡Mi nombre es Mirhog, y esta caja es para un tal Merhug!”, recordaba mientras se pellizcaba el labio. Esto terminó por ponerle nervioso al entender su error de juicio, y en busca de respuestas habló con los superiores del tal Merhug en las cocinas. Sin embargo, seguía a la espera de la oportuna respuesta. También recordó el extraño consejo de la señora Zolarix que lo instaba a solicitar ayuda al consejero Zerdeg, y al que muy a su pesar tendría que dirigirse si el tal Merhug no acudía al llamamiento.
—¡Disculpe, majestad! — contestó, finalmente, el consejero Zerdeg—. Nada importante que reportar, mi reina. Salvo algún que otro incidente, como mareos o estados de embriaguez —contestó este, ignorando con su repetida conducta al secretario, y la ligereza con la que se dirigía a él.
Pues el consejero enano no se dejaba impresionar por los lazos familiares, o si el duende maestre y el secretario eran parientes o no. Era irrelevante para él, y en ningún caso de su interés. Más, sin embargo, esa no era la razón de sus malas maneras. Lo cierto es que tenía la impresión de que aquella ampolla que giraba de forma obsesiva entre sus dedos, provenía del mercado oscuro, y por experiencia, sabía que no podía ser nada bueno. Pero no pensaba hablar de ello sin saber algo más.
—¡Ah, este punto me intriga! El inesperado vuelo nocturno —interrumpió Mirhog apoyando sus cortos brazos sobre el grueso libro de actas—. ¿Sabemos ya la causa del espectáculo con el que nos deleitó el anciano del torreón? Sería importante que el consejero de Ónix nos aclarara este punto, ya que ha suscitado todo tipo de rumores.
—Aún sigo esperando el informe, señor secretario… —contestó Ser Neri, solicitando un segundo, con su índice levantado, mientras uno de sus lacayos se acercaba a decirle algo al oído…
—Ya está confirmado, mi señor, el cetrero actuó por orden expresa de la reina —susurró el lacayo. Después se marchó tan prudentemente como había entrado.
Entonces el consejero miró a su reina, aunque se dirigió al secretario—. Disculpe la interrupción, señor secretario, esta mañana estoy hasta arriba de trabajo, ¿de qué hablábamos?, —preguntó sonriendo.
—De las aves… Se disponía a presentarnos su informe.
—Ah, sí… Ese tema —dijo, esperando la reacción de la reina, y tras unos segundos ojeando sus documentos y mirando por las dos caras de varios de ellos. Alzó la vista y afirmó—. Aún no he terminado las pesquisas, pero todo apunta a que el cetrero tuvo tiempo de sobra para brindar por el festival.
—¡Bueno, señor consejero! Debo expresarle mi sorpresa. Tenía entendido que era muy eficiente, pero, está claro que, habrá que esperar antes de amonestar al culpable —aseveró el secretario mirando a la reina.
—Sí, esperar será lo más oportuno —afirmó Ser Neri, mirándolo, por fin.
—No debemos adelantar conclusiones —afirmó Tahíriz, inalterable, bajo la losa de su silencio. Consciente de lo injusto de aquella, calumnia, pero atada de pies y manos hasta encontrar una salida que, con fortuna, conseguiría en la siguiente reunión—. Consejera real, aprovecho este momento para felicitarla por las mejoras de la pequeña Ciudadela de Jaspe. El nuevo campo de entrenamiento es magnífico. Se han recibido muchas menciones alabando su buena gestión como Suprema.
—¡Esperanza y luz! Majestad —contestó con una sonrisa forzada, pues la consigna de paz, no era tal—. Me halaga usted y debo decirle que en el festival todo va de acuerdo con lo esperado.
—¡Y por último! —añadió el secretario, cerrando el libro de actas—. Y ya que Jaspe no tiene nada que reportar, les confirmo la ausencia del consejero Zeldriz de Turmalina. Este se encuentra recuperado de una leve afección motivada por el trabajo excesivo. Pero, como he dicho, recuperado, ¡y cumpliendo otros cometidos en tierras lejanas por orden real! —aseguró, levantando acta y recogiendo sus enseres con premura, para acercarse nuevamente a hablar con la señora Zolarix.
Poco después, Mirhog entraba en las cocinas donde el servicio corría de un lado a otro en su quehacer diario, por lo que el duende no se extrañó de que nadie atendiera a su saludo…
Aunque le pareció una descortesía, a la que restó importancia al encontrarse inesperadamente con tres de los consejeros más importantes del reino. Eso sí que le pareció algo sobre lo que habría de reflexionar.
—Ser Neri Onnei… Consejera Dilhay… Consejero Edisis… Señor secretario —dijo lady Ayla—. Bienvenidos, ¡veo que todos han recibido la misiva real!
—¿Misiva real? —replicó Mirhog, extrañado—. Le agradezco su tiempo, pero debe tratarse de un error. ¡Le garantizo que yo no he recibido ninguna invitación!
—Vaya… Estoy segura de que no hay ningún error, como puede ver, nadie advierte nuestra presencia. Y eso solo se entiende por qué los documentos que están en su poder han sido dotados con invisibilidad. Al igual que este que tengo en mi mano… —dijo la sword mostrando el suyo—. Mire en sus bolsillos. ¡Ahí está! —confirmó en tanto Mirhog la extraía.
—¿Cómo es posible que no recuerde haberla recibido? ¿De dónde ha salido? —dijo el curioso duende muy interesado por aquel tipo de magia.
—Eso ahora no es importante, señores, la reina espera. ¡Por aquí! —dijo lady Ayla, extrayendo un anillo de su dedo índice e insertándolo en una grieta de la escalera de servicio, lo presionó hasta que la pared se volvió traslúcida—. ¡Vamos! ¡No debemos hacer esperar a su majestad! —aseguró, cogiendo una antorcha de su soporte, mientras los desconcertados implicados se iban uniendo a ella.
—Esto está muy oscuro y no creo que sea buena idea andar entre las «Dedos rosa…». ¡No me gustan las tarántulas! —afirmaba Mirhog.
—Tranquilo, no le harán nada —aseguró la consejera Dilhay, retirándole del hombro una de mediano tamaño—. Aunque es mejor no molestarlas. Se defienden expulsando chorros de sus propias heces, ¡lo que no resulta nada agradable!
La cara del secretario no expresaba realmente sus sentimientos. No tenía claro qué era peor, sí que la enorme elfa mariposa lo ayudara, ¡o que todas aquellas tarántulas se alteraran!
—¡Ya hemos llegado! —afirmó lady Ayla, mientras empujaba una puerta que daba paso a una de las estancias reales.
—¡Consejeros! ¿Se preguntarán por qué han sido llamados a mi salón privado? ¡En primer lugar! ¡Hacha, fuego y rabia! —estableció la reina, instaurando el secreto con la consigna—. Les ruego que se sienten y se tomen el tiempo que necesiten para estudiar los pergaminos que se encuentran sobre la mesa. En ellos encontrarán varios sucesos. Observarán que todos ellos son de gran relevancia para el futuro bienestar del reino de Hósiuz.
Con la mayor mesura y sin límite de tiempo, los presentes fueron estudiando con gran preocupación toda la información. Huelga decir que al terminar, se hicieron preguntas concretas sobre los diferentes asuntos y de igual forma fueron contestadas…
La consejera Dilhay fue la primera en hablar.
—¿Sabemos quién es el artífice? ¿Está solo o hay alguien más implicado?
— ¡Lo desconozco! —dijo Tahíriz, ¡negándose a mostrar sus cartas!
—Deseo expresar mi malestar, majestad, hechos tan graves como los expuestos han de ponerse siempre en conocimiento de la Fortaleza Amatista —aseguró Edésis, que concluyó con su propuesta—. ¡Dicho esto! Creo que deberíamos contemplar la necesidad de mandar mensajeros a los reinos vecinos y solicitar su ayuda. ¡Es evidente que nos llevan ventaja! ¡Esa es mi ferviente opinión como consejero de defensa!
… Sobria por naturaleza, Tahíriz se disculpó ante el consejero Edésis con un solo gesto, evitando perder tiempo en debatir lo ocurrido para solicitar una segunda opinión.
—Consejero del Tesoro e Inteligencia… ¡Deseo escuchar su opinión!
—A mi parecer sería un error, majestad… ¡Debemos ser prudentes! El festival nos ha colocado en una postura algo incómoda, y las arcas del reino no están preparadas para contingencia alguna —afirmó Ser Neri Onnei, aclarando este primer punto para seguir con el siguiente—. Sin olvidar que aún no sabemos nada sobre nuestro enemigo. ¡Y lo más importante! ¡Desconocemos la envergadura de sus recursos! —dijo, esperando que no fueran como temía los de su único hermano, guiado por los viles propósitos de su ambicioso padre.
—¿Y usted, consejera Dilhay? ¿Qué opina como consejera de defensa? —preguntó Tahíriz, buscando un eslabón débil—. ¿Pensáis que debemos mandar esas misivas?
—No estoy de acuerdo con el consejero Edésis. ¡Creo que se trata de un incidente interno! No debemos solicitar ayuda. ¡Con ello mostraríamos debilidad e implantaríamos serias dudas con respecto al tratado y abriríamos la puerta a pugnas antes impensables! —aseguró, mirando con recelo a su igual.
La reina escuchó con atención tanto las primeras observaciones, como las que se ofrecieron durante gran parte de la tarde… El peligro, la vulnerabilidad, las vidas implicadas… Y de ese modo fue valorando las distintas aportaciones. Horas más tarde, la reina frotaba su frente con suavidad mientras repasaba una tras otra hasta la última de las propuestas, pero lamentablemente su conclusión final fue que todas tenían algo en común… ¡Ninguna le garantizaba el éxito y, por ende, el reino no estaba a salvo! Esto le restaba seguridad y, en tanto lo hacía, se preguntaba de forma repetida si no era otra propuesta la causa de tanto mal. Después de todo, ¡una corona no era un trofeo para desdeñar!…
Deja una respuesta