La señora Horig caminaba, preocupada. La cena había terminado y todos se encontraban muy atareados. Hacía horas que buscaba a Didig, así como Merhug, quien lo evidenciaba con su torpeza.
—Si lo deseas, te doy un martillo —gritó el señor Turig, cansado por tanto destrozo—. ¡Así terminarás antes!
—¡Déjalo, Turig! —dijo la señora Horig, apartando al joven—. Yo proseguiré, estoy tan alterada que necesito concentrar mi mente en algo. Vamos, quítate el delantal y corre al festival. Busca a Zatex y él la encontrará.
—Gracias, muchas gracias, señora Horig —expresó el joven ayudante dejando el resto en la pica, saliendo de las cocinas antes de que el señor Turig lo alcanzara.
—¡Ya lo creo que lo sentirás, te lo voy a descontar de tu sueldo! Vas a estar pagando hasta que te salgan canas. Animal, que eres un animal —gritaba el señor Turig hasta toser del esfuerzo. —¡Déjalo, está encaprichado! Aunque ya no recuerdes lo que eso significa —dijo la cocinera, suspirando.
—¡Estamos solos! —afirmo él, acercándose y cogiéndola por sus anchas caderas.
—¡Como si estuviéramos en el gran desierto del reino Castrense! —dijo ella, esbozando una sonrisa pícara sin girar la cara—. Anda, vuelve a tus quehaceres y deja de ronronear a mi oído.
—¡Bueno, si no quieres que te ronronee yo! Igual, si quieres que lo haga ella —dijo, entregándole algo que había tenido guardado bajo su gorro de cocinero durante todo el servicio, esperando que diera su primera señal de vida, y que tras sus gritos se había agitado indicándole que el momento estaba cerca.
—¡No, no lo quiero! —replicó, enojada, al ver que se trataba de un huevo de Ovalí… Pero entonces, ¡un pequeño hocico pringoso asomó dando la primera señal de vida! Alertando a Turig, que era de naturaleza áspera, y sintió repulsión, por lo que lo dejó caer… Ante la futura desgracia, Horig lo recogió instintivamente sobre sus manos aún húmedas, y mirando a su esposo, indignada, comenzó a susurrarle amor a la pequeña cría:
«Qué te ha hecho, ha sido malo contigo, te hizo daño en tu corazoncito, qué malo, qué malo —se repetía mostrando su lado más tierno—. Ya… No llores… Es un bruto. A ver…, deja que tu mami te ayude a salir… Eres tan hermosa como tu cascarón y tienes el mismo color carmesí. Vamos, no te asustes. Sal para que papa pueda verte…».
Los ojos del señor Turig se llenaban de lágrimas que retiraba entre sorbido y sorbido, achacándolo a algún tipo de alergia. Pero la realidad era que aquella criatura hermosa le ganó al instante en que lo miró con sus brillantes ojos negros y pronunció su primer sonido.
—¿Lo has oído, mujer, lo has oído? Ha dicho papá… Sin embargo, Horig caminaba hacia el patio exterior de la cocina, sin prestarle atención a su esposo.
—¿Esos gritos son de Merhug? Sí, estoy segura de que es él, ¡por el cielo, Turig! Tienes que hablar con él, últimamente siempre está metido en problemas —dijo saliendo en su busca.
—¡No sé qué decir, mujer! Yo creo que se trata del centinela, hace un rato, lo vi fuera hablando con ese elfo mariposa, ese que cuando habla parece que se haya tragado un cochinillo —añadió, saliendo tras ella.
—Suéltame, te digo que me sueltes, Zatex. Te juro por la diosa que no sabía nada. Suéltame —gritaba Merhug—. ¿Cómo puedes creer que yo sabía que era la sacerdotisa Tánder? Si lo hubiera imaginado, nunca me hubiera acercado a ella.
—¡Yo no imagino nada! ¡Esa sacerdotisa del demonio había cambiado su forma! ¿Y aseguras que no lo sabías? Confiesa —gritó el duende dispuesto a desenmascararlo—. ¡Sabías que la flor de passiflora con la que intentaba adornar su pecho estaba envenenada!
—¿Qué? Nooo…
—¡Sí, su intención era matar a la reina Tahíriz para atribuir el asesinato al rey de los hombres! Y así provocar un conflicto que nos llevara a la guerra —aseguró Zatex, acorralando al joven contra el muro—. Pero llevo demasiado en esto para que un olor semejante se escape a mi olfato —dijo, sacando su daga—. ¡Traidor, desde cuándo la solapas en silencio! La diosa ha sido reclamada al plano de las leyes no escritas por liberarnos de ella. ¡Has firmado nuestra sentencia de muerte!
—¿Muerte? ¡No, te juro que no sé de qué me hablas! Me engañó, como a todos…
—¿Y las ampollas? Tú le diste las ampollas. ¡Eso también lo vas a negar! Suerte que su intento de asesinato me puso sobre la pista cuando intentó envenenar el desayuno de la reina, y como consecuencia el Amma sacrificó su don… El Amma, ¿me oyes? Ella que me recogió cuando quedé huérfano y cuidó de mí como si fuera un hijo. ¡Malditas sean tu sangre y tu estirpe! Vas a morir como esa infame de Didig —gritó el duende, exasperado, empapando con su saliva el rostro del joven ayudante.
—¡Sí, es cierto! ¡Le di las ampollas! Pero solo se las di para consolarla. ¡Te juro que me engañó! En realidad, me alegro de que haya muerto.
—¿Ella, ha sido ella? ¡Ella mató a mi pequeño Laraz! —dijo la señora Horig, retrayendo su cuerpo—. Yo, yo he tenido la culpa de todo, ¡he sido yo! Estaba tan saturada de trabajo que no comprobé sus referencias y le di libertad para hacernos todo este daño. Entonces, tenías razón, Turig —dijo, mirándolo—, si no le hubieras dado a probar la fruta a nuestro pequeño, la reina habría muerto aquel mismo día, ¡por el cielo, Turig! ¿Qué he hecho?
—Oh, querida, no debes, y tú, Zatex, suéltalo, y piensa que la joven tampoco merece esas palabras tan duras, ¡más bien nos debería dar pena! Todo esto es culpa de Tánder. Y lastimosamente le ha costado la vida a Didig, esa infeliz era incapaz de matar un ganso sin que le temblara todo el cuerpo. Su culpa, ¡no es más grande que la de mi esposa! Confiar en la bondad ajena. Solo la Deidad sabe cómo pudo corromperla, ¡y que la joven haya pagado con su vida es prueba evidente de ello! De otra manera se hubiera convertido en Hecat, pero no lo hizo. No ha sido sino un peón más de la sacerdotisa de las Trece Cimas…
—¿No lo entiendes, Turig? —suspiró Horig —. Estamos perdidos, las manadas están enfermas; el consejero Zeldriz, enfermo; la reina Tahíriz, loca o hechizada, y mientras ella anda paseando colgada del brazo del enemigo, todos andan murmurando sobre ello. Y los terios, ellos pueden que nos retiren su favor si tenemos en cuenta que la profetizada es… Bueno, no debo seguir hablando, me he dejado llevar. Discúlpenme todos, aún tengo mucho trabajo —aseguró Horig tapándose la boca, porque se había dejado llevar por su dolor, y había hablado de cosas que pocas horas antes le habían sido confiadas bajo estricto secreto.
—Silencio, Zatex —dijo Turig, comprendiendo que su esposa se había excedido—. Y lo mismo pido al resto, nada de lo que se ha dicho se repetirá, ni siquiera entre vosotros. Estamos rodeados de ojos y oídos; si alguien llega a saber lo que está ocurriendo, el pueblo entrará en pánico. Aún podemos solucionarlo, pero es necesario que todos los presentes comprendan la importancia de que esto no salga de aquí…
—Bien, el señor Turig tiene razón —aseveró Zatex, recuperando el control—. Señora Horig, le ruego que seque sus lágrimas y avise a Eleris, su majestad está subiendo y la va a necesitar, permanezca a su vera, y pídale a Cuorhy que baje a las caballerizas… Thomas, espéralo allí, y busque cualquier tipo de resto de la montura de ese despreciable Onnei. Me da igual si son heces o restos de crin y, si no hay nada, asegúrate de conseguirlo. Seguro que en buenas manos serán de mucho valor. Señor Turig, necesito que consiga piel de ese asqueroso Ser, no me importa cómo lo haga, afile sus cuchillos antes de mandarle el desayuno, quiebre el filo de sus copas y tazas, no me importa cómo lo consiga. Pero necesitamos su piel o su sangre.
—¿Desayunará aquí? No he sido informado —dijo el cocinero elaborando mentalmente un plan por si se daba el caso.
—Sí, lo hará, él y todos —dijo Eleris, que se encontraba sentada sujetando un vaso de vidrio en el que aún quedaban dos dedos de aguamiel, que apoyaba en su mejilla mientras le bajaban las lágrimas por el rostro. Allí permanecía sentada desde antes de que ninguno de ellos llegara, y cuando la cosa empezó a ponerse seria, le dio reparo al advertir de su presencia. Pero después de lo que había escuchado, creyó que era el momento de decir lo que sabía—. La reina subió por un chal antes de salir para la Llanura, y mientras le buscaban uno adecuado a su vestido, hablaba y hablaba de él, ¡como si fuera el amor de su vida!
—Te importaría ser más concreta —sugirió Zatex—. ¿Qué quiere decir con ‘hablaba y hablaba’?
—Me ha informado de sus deseos. Tomará esponsales con él y lo hará aquí. Al abrigo de estos muros. Me dio instrucciones para las costureras, y otras para el secretariado de la Fortaleza —dijo, tomando un trago—. Quiere empezar lo antes posible con la lista de invitados. También habló de la señora Horig, y de los platos que deseaba para ese día—. Por favor, alguien debe hacerla entrar en razón —dijo, llorando con amargura—. Ayúdenla, no es mi señora, no lo es. No sé cómo lo ha conseguido, pero la reina no atiende a razones.
—Ahora, ya no estás sola, Eleris, ninguno de nosotros está solo… Concentraos, tenemos que evitar que la corrompa, ahora todos sabéis la terrible situación a la que se enfrenta, está fuera de sí y perdida en una trampa:
Debemos encontrar la forma de ayudarla. Nada de miradas, ni gestos que puedan alarmarla. Confío en que las leyes no escritas nos devuelvan a nuestra reina, pero hasta entonces… Cuidado y silencio. Ahora debo regresar al festival, necesito los contactos del zahorí Vári y, después, debo pedir algunos favores. ¿Habéis entendido cuanto he dicho?
—Sí, señor Zatex —susurraron todos mirándolo con complicidad, porque sabían que tenía la capacidad necesaria para cumplir con todo lo que se propusiera. Poco después llegaba al festival…
—Foresta de la casa Tanzanita. El guerrero elfo mariposa, Keorhy.
Este, ya en su edad adulta, contaba con veinte dedos de altura, ¡sorprendía por su valor y destreza como volador! Pero aún lo hacía más tras el cambio…
«Sus alas eran de tal envergadura y color que parecían estar sostenidas por acero, y su cuerpo tenía todas las características para ser una poderosa arma por sí solo».
—Es más grande que el Amatis —decían unos…
—Su unicornio será bestial —comentaban otros…
—Estoy deseando verlo —aseguró Tirseg, mirando a Coreg, que desde que la primera nombrada se había marchado, ¡no había vuelto a ser el mismo!
A la mañana siguiente, el día cinco de Aries amanecía con tonos tristes. Vári se encontraba en la colina del Velo, pero le parecía más grande de lo que recordaba. Su mente no le traicionaba, la diosa encina había extendido su protección hasta el norte, incluyendo al poblado terio. En el centro de este se encontraba la llamada ‘choza grande’ y en su interior las guerreras más jóvenes del pueblo preparaban a su reina. Híz Shahnaz de Viggo vestía un corpiño de cuero negro hasta sus caderas y pantalones ceñidos a juego.
—Retiraos —ordenó la reina Tiulem, acercándose a Híz para recogerle el cabello—. En un día como este perdí a mi hermana pequeña, ya hace mucho de aquello, pero siempre que se prepara una pila funeraria lo recuerdo —dijo, peinando el oscuro cabello de Híz…
«Cayó en un pozo ciego, mientras nos atacaban por el norte —murmuró—. Le gustaba que le recogiera el cabello, como te lo recojo a ti ahora… —aseguró con nostalgia—, en una cola alta que le ataba con esta fina, pero fuerte tira de cuero negro. Quiero que la lleves hoy para que de alguna manera su dulzura y su calma estén contigo…», susurró, añadiendo la joya, hasta darle forma de sol con la ayuda de las hojas—. Es la hora.
Híz se levantó en silencio y al cruzar el umbral recorrió el perímetro de la Colina del Velo, comprobando que las Brumas lo custodiaban hasta donde alcanzaba la vista. A excepción de Laceit que permanecía frente a la gran pila funeraria, esperando a su hermana de eclosión y reina, que se sentaría a su costado a modo de trono como en tantas ocasiones lo hizo su padre.
—¿Dónde está Loum? —preguntó, preocupada, porque llevaba desaparecida desde que se enteró de la fatal noticia.
Sin embargo, la expresión de Tiulem fue suficiente para confirmar su ausencia, entonces vio al zahorí Vári, que trabajaba sin descanso, para terminar un cercado muy singular elaborado con raíces cedidas por la misma diosa encina.
—¿Y eso? —dijo Híz, esperando una respuesta de su igual.
—El sabio cree que el alma de Zeldriz debe permanecer bajo la protección del velo. La manada está enferma y no puede garantizar que la nueva yegua no enferme, también si renace en el Valle de Caux. La encina está de acuerdo. Así que, hasta que consigamos respuestas de la Deidad, este será el hogar de la nueva manada.
—¡Bien, terminemos con esto! —afirmó la joven reina avanzando para detenerse a mirar la pila funeraria, no recordaba haber visto nunca una tan alta. Sin embargo, solo la miró en su conjunto, de forma superficial. Luego, bajó la vista el tiempo suficiente para asumir que no tenía forma de escapar de aquello, y alzando el rostro, caminó visiblemente opaca hasta llegar a su MAB… Su mano se hundió en el plumaje de Laceit ligeramente al apoyarse para ocupar su lugar. Había llegado el momento, pero le aterrorizaba saber que, una vez que todo hubiera terminado, jamás volvería a ver a su hermano. Los tambores comenzaron a sonar con un ritmo constante que alentaba aún más la ansiedad que la sombría reina intentaba ocultar. Con la mirada firme se armó de valor y, por fin, alzó el rostro hasta la cima de la pila funeraria. Xium aún se encontraba con él, no se había separado de Zeldriz en toda la noche. Sin embargo, la única referencia de lo que estaba a punto de suceder la expresaba su pecho descubierto, mientras el cuero negro de su pantalón seguía siendo el mismo que lucía desde horas antes para el banquete. Sentado sobre sus talones, su postura expresaba el abatimiento que sentía de forma literal. Pero aún se tomó como unos segundos más para despedirse de su amigo… De repente se levantó, estaba preparado para que se encendiera la hoguera.
—¿Loum?… —replicó Híz, buscando entre los presentes.
—No vendrá, llora su pérdida en el interior de Ram, ahora pertenece a la gruta como primera Sibila de los lanceros de Ax. La última murió el mismo día que tu madre. Pero la sangre derramada obliga a que sea sustituida, y ella… ¡ha exigido el puesto! Regresará cuando esté preparada.
—¡Claro, seguro que lo hará! —añadió Híz que desde la terrible noticia de la muerte de su hermano mantenía su vínculo sellado—. ¡Comencemos, entonces, quiero acabar con esto! —dijo, levantándose al ver que el sabio se colocaba delante de la gran pila funeraria para comenzar el ritual.
«Hincando sus rodillas en tierra sagrada, un sordo sonido evidenciaba que todo el pueblo lloraba junto a su reina… Los hombres, al igual que las mujeres, cortaban el cuero de sus pecheras y dejaban que sus filos se tiñeran de sangre. Un instante después, el pueblo terio alzaba la vista hasta la cima de la pila funeraria a la espera de que su príncipe hiciera lo mismo… Este se levantó y caminó hasta estar frente a su amigo y cruzando la daga con frialdad sangró su pérdida sobre los pies desnudos de Zeldriz. A continuación, se arrodilló y colocó su frente sobre la roja desnudez, símbolo de su despedida».
—¡Hermano! Soy jinete de MAB en el cielo. ¡Nunca deseé ser jinete en tierra! Pero desde hoy me sentiré honrado de serlo. ¡Permite que te acompañe en tu nueva forma! —susurraba—. ¡Juro ante la encina que pagará con su vida lo que te ha hecho! Ahora cruza el arco, tranquilo, yo cuidaré de ellas…
Fue entonces cuando se incorporó y con el rostro marcado por el adiós, y el pecho por la promesa de venganza, miró a Híz y estiró su mano. Ella se levantó y caminó hacia la pila, después levantó su brazo derecho y cerró la joya que adornaba su cabello con un movimiento limpio a su contacto. Con ella dividía su tatuaje para recoger su sangre con el filo de la hoja. Y lanzándolo al aire, sellaba la despedida tiñendo el rostro de su hermano. Entonces gritó, altiva.
—¡Hoja! Y la joya volvió a su mano, dando fin al ritual.
—Los honores han terminado —afirmó el zahorí Vári levantando la antorcha aún apagada para introducirla en el interior de la pila. Después pronunció una letanía con la caída del rojo real e invocó su pureza…
—¡El cercado está listo para recibir a su primer miembro! —gritó al viento—. ¡Para desvincular su cuerpo, el fuego liberará su energía…! ¡Príncipe en su primera vida! ¡Solo los puros!
—Emede’ acnoc le ogeuf… Emede’ acnoc le ogeuf… Emede’ acnoc le ogeuf… —pronunció, y la antorcha se encendió. Al cabo de pocos segundos la pila funeraria ardía con tal intensidad que no se podía distinguir el cuerpo del último Tidartiz. Sin embargo, Xium permanecía en la base.
—¡Solo los puros! —repitió antes de cruzar el fuego y caer al suelo tras un giro limpio. Su cuerpo rezumaba calor, lo que le hacía parecer más grande ante los ojos de Híz, cuando le ofrecía la mano junto con unas palabras—. ¡Mi reina, permítame que la acompañe a presenciar el renacer!
Ella aceptó la invitación. En cierta forma se sentía aliviada al saber que el alma de Zeldriz estaría vinculada al animal sagrado. No era habitual saber con certeza qué yegua portaba cada alma. Pero en este caso el terreno cercado permanecía virgen. Hasta que una sombra definió la forma de un poderoso animal que se materializaba dándole vida.
«Pero todo cambio conlleva una diferencia, y la nueva ubicación aportó una inesperada alteración».
—El corazón de Híz se aceleró ante la nueva presencia.
—¡Es negra! —aseveró.
—¡Lo es! Es un corcel fuerte que comenzará una nueva manada —afirmó Xium, enalteciendo el alma del último Tidartiz—. ¡El primero de su especie!
—¿Corcel?—susurró Híz, desconcertada—. Pero la yeguada siempre ha estado formada por hembras.
—Pues, al parecer, ya no mi reina, ¡es claramente un macho!
El rostro de la joven reina recuperó parte de su esencia. Entonces caminó lentamente, observando al grandioso animal, hasta llegar a la puerta del cercado, y retirando el cierre cruzó al interior.
—¡Luz y esperanza!—murmuraba con suavidad, mientras el animal la miraba hipnotizado.
—¡Me alegra, verte!—susurró la joven reina—. Bienvenido, ¿me dejas tocarte? —añadió, conmovida, alzando la mano con cuidado…
—Cuidado, Híz, puede que se encuentre confundido, no deberías acercarte a él sin darle la oportunidad de acostumbrarse a ti —aseveró Xium entrando tras ella en el cercado, en tanto el animal coceaba insistentemente en el mismo sitio.
—Shh… Tranquilo, tranquilo amigo—susurraba levantando ambos brazos, cuando el animal se encabritó, dejando clara constancia de su envergadura—. Detrás de mí, Híz. Camina despacio… Así, así, bien. No tienes que temer nada… Ves, nos vamos…
—¡Por el cielo!… ¿Qué diantres hacéis ahí dentro?… —gritó el zahorí Vári provocando que el animal se irguiera una vez más. En ese momento, Xium tomó la decisión de permanecer inmóvil. Su cuerpo se mantenía tenso, preparado para recibir un golpe. Sin embargo, en su fiereza, el animal golpeó su propio cuerpo contra el cercado conectando con la madre encina. Y al instante el vínculo quedó sellado. Entonces giró su cuello buscando la mirada de Híz, aquella que solo albergaba ternura le provocó un retroceso de imágenes que se superponían en la retina del enorme corcel.
«Un pequeño bebé en los brazos de su madre… Una coronación en la que tres pequeños se conocían, y tras ellas muchas más imágenes que poco a poco iban calmando el agitado corazón del animal…».
Híz lo sintió en el pecho y algo nunca visto se dio en todos y cada uno de los heridos por el rito funerario. Sanaban, todos ellos sanaban, y el dolor desaparecía como lo hacía la pérdida.
—¡Te acuerdas de mí, soy yo, mírame! —dijo Híz, apartando el brazo de Xium y acercándose—. Eres tan hermoso como lo era el alma de mi hermano, ya sé cómo te voy a llamar, Reflejo, Reflejo, ¡ese será tu nombre desde hoy!
—Le gusta —afirmó Xium—. Y creo que ya ha elegido jinete —añadió al ver cómo se inclinaba ante la joven reina, que cogiendo de un puñado parte de su brillante crin, se subía a su lomo ante la mirada de aprobación del zahorí Vári, que comprendía que aquel hermoso ejemplar pertenecía al Bosque Terio.
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