Aquella tarde, cuando el sol caía en el horizonte del mar que le devolvía las ganas, no esperaba a nadie, únicamente la soledad a quien abrazaba desde hace tiempo aunque estuviera acompañada.
Vió cómo las tonalidades se hacían cálidas en unas aguas frías, aquella estampa era difícil de olvidar y borrar de tus retinas… Tocar la arena ya húmeda por el relente, enterrando los pies y sintiendo cada grano en su piel. Era como una sedación suave y ligera que le permitía disfrutar de lo banal desde la serenidad.
Y cuando ya marchaba de vuelta a su refugio de Pladur y silencio elegido, sin esperarlo, la soledad dejó de serlo, y se tiró a sus brazos herida y hambrienta a la vez. Deseosa de vivir en primera persona ese momento que sabía que llegaría y que necesitaba que llegara, porque los sentidos le explotaban cada vez que se veían y se miraban a los ojos con esa complicidad extrema, de la que sólo son conocedores los amantes, que la llevaba en volandas a lugares prohibidos y pensamientos censurados en el consciente.
En ese momento, aquel espacio tan suyo dejó de serlo tanto, el cuerpo habló lo que la mente callaba.
El resplandor de la luna y el cielo estrellado que la noche les regaló, entraba por un balcón entreabierto que rociaba el aire de un oxígeno perdido en el primer aliento.
Libre, atractiva, poderosa, sensual y deseada… Aspiró el aroma en su cuello y ahí se perdió hasta encontrar un camino de vuelta repleto de caricias, susurros y besos…
Efímero momento en su vida, eterno en su cabeza, su pensamiento, en sus noches frías, en sus mañanas doradas. Acompañante fiel para el resto de sus días; el recuerdo de lo que fue y se llevó en su corazón guardado, tan sólo entendido por el suspiro evocado de su romanticismo enfermizo.