
Anoche, en el corazón polaco de Wroclaw, no se disputó simplemente una final de fútbol. Se escribió un nuevo capítulo —doloroso, sí, pero profundamente verdiblanco— en ese relato eterno que es ser del Betis. Allí donde otros cuentan títulos, el Betis cuenta gestas. Y aunque el marcador hablara en inglés, lo que se vivió fue puramente bético. Porque el Betis no viaja por Europa para hacer turismo: viaja para dejarse el alma. Y anoche, hasta el último aliento, lo fue todo.
Desde el primer minuto, el equipo de Pellegrini dejó claro que no estaba allí para verlas venir. Plantó cara con fútbol y coraje, sin complejos, como quien sabe que las grandes historias no se piden prestadas: se conquistan. Y entonces, como una pincelada de magia andaluza en la lejanía centroeuropea, Isco se inventó un pase que Ez Abde convirtió en esperanza. Gol. Estallido. Por un instante, Wroclaw fue Triana. Fue Heliópolis. Fue Villamarín en primavera.
Y en ese gol no se celebró solo una ventaja. Se celebró una manera de ser. Porque en ese momento, con el mundo mirando, el Betis fue arte, fue compás, fue fútbol con duende. Fue un equipo que, pese a todas las desigualdades de cartel y presupuesto, miró al Chelsea a los ojos y le dijo: “Aquí estoy”.
Pero el fútbol, como la vida, no siempre premia la belleza. La segunda mitad recordó que los gigantes, cuando despiertan, son difíciles de contener. El Chelsea, con su maquinaria de millones y músculo, fue apagando el sueño verdiblanco con una remontada inexorable. Cayeron los goles como lluvia helada sobre el alma bética. 1-1, 1-2, 1-3, 1-4. El marcador fue cruel, no por injusto, sino por demasiado duro. Porque el Betis había hecho méritos para más. Mucho más.
Sin embargo, no se derrumbó. Peleó. Siguió. Cada balón dividido fue una batalla, cada grito desde el banquillo una llamada a resistir. Porque perder no siempre significa rendirse. Y anoche, el Betis cayó con la cabeza alta, con la dignidad intacta, con el escudo en el pecho y el alma en los pies.
Y si el Betis puso el alma, su afición puso el cuerpo entero. Lo de Wroclaw no fue una simple presencia: fue una peregrinación. Una romería de fe verdiblanca que cruzó Europa por una sola razón: estar. Estar, como se está con quien se quiere, aunque duela. Miles de béticos lo dejaron todo para teñir la ciudad de esperanza. Y al final, cuando los ingleses levantaban la copa, los suyos levantaban algo aún más poderoso: una ovación que no entendía de títulos, solo de amor.
Puede que los grandes clubes se midan por sus vitrinas. Pero al Betis se le mide por su gente, por su aguante, por su capacidad para emocionar incluso en la derrota. Esta final ha demostrado que el equipo no ha llegado a Europa por casualidad. Ha llegado por fútbol, por trabajo, por identidad. Y aunque no alcanzó la gloria, se acercó a ella lo suficiente como para saber que no está tan lejos.
Esta final, pese al dolor, es semilla. No es final, sino prólogo. El Betis no ha tocado techo. Ha tocado el corazón de su gente. Y eso, en los tiempos que corren, vale más que cualquier medalla. Lo de anoche no fue una despedida, sino una promesa. No una promesa de títulos, sino de seguir creyendo, de seguir compitiendo, de seguir siendo.
Porque si algo enseñó esta noche es que el Betis puede. Que el Betis debe. Y que el Betis volverá.
Y cuando lo haga, lo hará con todo.
¡Viva el Betis! Manquepierda. Siempre.
