
Tras la lluvia y la tormenta, bajó con sus alas magulladas y pesadas por el agua acumulada.
Anduvo por las calles repletas de gente, sin ser visto, hasta que llegó a un angosto callejón de su ciudad natal.
Allí, se sacudió un poco y acabó sentándose, derrotado, en un fino y húmedo bordillo.
Sin levantar la mirada del suelo, rompió a llorar. Ni trató de contenerse, aunque no habría sido posible tampoco.
Desconsolado, poco a poco, fue recuperando la respiración y el sosiego. Mientras se miraba las alas en busca de los daños causados, trataba de poner en orden su maltrecha cabeza. La cual negaba constantemente ante su desgracia.
Pasado un breve espacio de tiempo, una leve brisa le hizo recuperar el aliento, y alzando las manos al cielo, estiró su cuello y espalda, por la que brotaba sangre debido a las heridas causadas.
Se incorporó, dio varios pasos en círculo y, como cogiendo carrerilla, comenzó a girar mientras salía el sol.
Entonces, no le quedó otra, sonrió y echó a volar de nuevo, sabiendo que algún día volverá a ese lugar.
El agua, sus lágrimas; sus alas, su alma rota, y la tormenta su drama. La brisa, su libertad y el sol, sus ganas de brillar.
