
Alma caminaba descalza sobre la tierra húmeda del bosque. El crujir de las hojas secas bajo sus pies era un susurro antiguo, una voz que venía de muy lejos.
Había llegado hasta allí buscando respuestas. Durante años, había cargado con historias que no eran suyas: dolores, miedos y silencios heredados. Le enseñaron a liberar esas cargas, a cortar lazos y a sanar heridas. Pero esa noche, bajo la luna que iluminaba su rostro, sintió que faltaba algo más.
Se sentó junto a un roble centenario, y en ese instante, el viento trajo un murmullo.
Cerró los ojos y, en su interior, una procesión de rostros comenzó a aparecer: su madre, con su mirada firme; su abuela, con sus manos sabias; su bisabuela, a quien jamás conoció pero sentía en cada latido. Todos estaban allí, y junto a ellos, una pregunta que le erizó la piel:
«¿Y nuestros dones? ¿Vas a olvidarlos también?»
Alma sintió un nudo en la garganta. Había pasado tanto tiempo liberándose del peso de su linaje que había ignorado su tesoro.
Recordó cómo su madre siempre sabía cómo encontrar soluciones ante cualquier crisis. Cómo su abuela, sin haber pisado una escuela, curaba con hierbas y palabras que parecían plegarias. Y cómo su bisabuela, fuerte y rebelde, desafió costumbres para darles a sus hijas un futuro diferente.
“No solo somos heridas. También somos raíces, fuerza y luz.”
Alma colocó sus manos sobre la tierra y, en un suspiro, dijo:
—Madres, abuelas, ancestros… Hoy os reconozco. No solo vuestro dolor, sino vuestra grandeza. Recibo vuestros dones y hago de ellos mi guía.
El viento cesó. El bosque se quedó en un silencio sagrado. Y entonces, Alma sintió cómo una corriente cálida ascendía desde el suelo, recorriendo su cuerpo, encendiendo su corazón. Era el legado, ese que no se ve, pero sostiene.
Desde ese día, Alma caminó diferente. Ya no era solo una mujer buscando sanar su pasado. Era la heredera de un linaje de sabiduría y coraje. Sabía que dentro de ella vivían mil voces, y todas, juntas, le susurraban al oído:
«Ahora eres completa. Ahora eres Alma.»
