En aquella terapia éramos más cuerdos que muchos, sin embargo teníamos colgado ese San Benito de desquiciados, esa odiosa etiqueta que te imponen a la fuerza, a golpe de acto – consecuencia.
Estábamos bajo el mismo techo y bajo la misma supervisión, sin embargo éramos tan diferentes… Qué difícil se hacía hablar delante de todos esos desconocidos, que nos veíamos las caras por primera vez, de tus problemas, tus inquietudes, tus sentimientos… Y aún así era la única forma. Un grupo en el que todos esperaban que alguien les diera una pauta, aunque sólo fuera una, para empezar a encauzar sus vidas, pero no consistió en eso.
Nos escuchábamos, nos aconsejamos los unos a los otros sin el que el terapeuta dijera bien o mal, esperaba paciente el devenir y la secuencia de comentarios más o menos acertados que se sucedían.
Y allí seguíamos, perdidos y a la deriva, deseando hablar pero con la vergüenza en el cuerpo, queriendo salir corriendo pero haciendo un gran esfuerzo por permanecer allí, a ver si alguien daba con la fórmula mágica que nos guiará de nuevo al hogar seguro que un día pudimos disfrutar.