
Durante más de una década, Jorge Mario Bergoglio —el Papa Francisco— ocupó la silla de Pedro con una mezcla insólita de radicalidad evangélica, diplomacia vaticana y sentido común argentino. Su legado no será el de un gran reformador doctrinal, sino el de un líder que puso en marcha una transformación profunda en la manera en que la Iglesia se piensa, se comunica y se relaciona con el mundo. Un Papa que no quiso cambiar la fe, pero sí el tono. Y eso, en Roma, es revolución.
Una Iglesia con olor a oveja
Desde su primera homilía, Francisco dejó en claro que no venía a representar al poder, sino al servicio. Habló de una Iglesia “en salida”, que no se encierre en sí misma, que camine junto a los pobres, los olvidados, los descartados del sistema. Hizo de la pobreza no sólo un tema de predicación, sino de vida concreta: vivió en la Casa Santa Marta (no en el Palacio Apostólico), rechazó los autos lujosos, y sus gestos —lavar los pies a migrantes o cenar con personas en situación de calle— fueron elocuentes.
Ecología, economía y política global
Con la encíclica Laudato Si’ (2015), Francisco se convirtió en una de las voces más influyentes sobre el cambio climático. Fue el primer Papa en tratar la crisis ecológica como una crisis espiritual, económica y moral. Habló de la “cultura del descarte”, del vínculo entre el extractivismo y la exclusión social, y desafió abiertamente a las grandes potencias y corporaciones.
En Fratelli Tutti (2020), planteó un programa de fraternidad universal en tiempos de muros, migraciones y nacionalismos. Su crítica al capitalismo desregulado fue constante. Rechazó el neoliberalismo, condenó la “idolatría del dinero”, y pidió una economía al servicio del ser humano, no del mercado.
Reforma interna y resistencias
En lo interno, impulsó una reforma profunda de la Curia romana. Creó un Consejo de Cardenales, redujo el poder de congregaciones tradicionales, y exigió transparencia financiera en el IOR (el “banco vaticano”). No fue fácil: enfrentó resistencias, filtraciones, y hasta una oposición abierta dentro del propio Vaticano.
Redefinió el rol de los laicos, sobre todo de las mujeres, otorgándoles nuevos espacios de participación, aunque sin llegar —como algunos esperaban— a abrir el sacerdocio femenino. En cuanto al celibato sacerdotal, mantuvo la norma, aunque en varias ocasiones dejó puertas abiertas a futuras excepciones.
Sexo, género y nuevos desafíos
Francisco no cambió la doctrina, pero cambió la mirada pastoral. Frente a la homosexualidad, pronunció aquella célebre frase: ”¿Quién soy yo para juzgar?” Defendió los derechos civiles de las personas LGBT, aunque sin modificar la enseñanza tradicional sobre el matrimonio sacramental. Promovió una actitud de acogida, no de condena.
Con los divorciados vueltos a casar, abrió la puerta a que, en ciertos casos, pudieran comulgar. Esto quedó plasmado en Amoris Laetitia, su exhortación apostólica sobre la familia, que marcó un cambio en la comprensión del acompañamiento pastoral.
Víctimas y justicia
El escándalo de los abusos sexuales dentro de la Iglesia marcó todo su pontificado. Al principio, recibió críticas por falta de acción; pero luego enfrentó el problema con decisiones inéditas: modificó el derecho canónico, creó comisiones de protección a menores, destituyó obispos encubridores, y promovió el principio de “tolerancia cero”. Pidió perdón en público más de una vez. Pero sobre todo, rompió el silencio, y eso fue clave.
Geopolítica papal
Francisco se convirtió en un actor clave de la diplomacia internacional. Ayudó en el restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Mediador entre Armenia y Azerbaiyán, voz crítica en las guerras de Siria, Ucrania y Gaza, y defensor de los migrantes en el Mediterráneo. Visitó lugares impensados para un Papa: Irak, Sudán del Sur, Mozambique. Siempre con un mensaje de paz, justicia y diálogo interreligioso.
Francisco, el hombre
Conservó hasta el final su acento porteño, su sentido del humor, su amor por el mate y por las cosas simples. Fue un Papa que no dejó de ser cura, ni jesuita. Habló claro, incomodó a poderosos y puso a la Iglesia en diálogo con el siglo XXI, sin resignar su alma.
Un legado vivo
Francisco no fue un reformador de papeles, sino de actitudes. No cambió todo, pero abrió muchas puertas. Su mayor herencia tal vez no esté en las encíclicas, sino en las conciencias que despertó. En los jóvenes que volvieron a escuchar a la Iglesia, en los no creyentes que lo respetaron, y en los que, gracias a su voz, se sintieron por primera vez mirados con misericordia.
A su manera —silenciosa, obstinada, argentina— Francisco dejó una marca que perdurará mucho más allá de su pontificado. Una Iglesia más humana, más fraterna, más cercana. Quizás no perfecta. Pero, por fin, más parecida al Evangelio.
