Y pensaba que me estaba condenando a una muerte segura donde el aburrimiento, la locura y el hambre arrancarían el alma del pecho de este aventurero.
Y pensaba que la condena en aquella isla desierta era tal; erró en su totalidad al aprovisionarme de ron y devolverme mi viejo bracamarte tras ser desatado, desconocedor de las dotes del Navegante que tenía enfrente.
Prioridades de supervivencias se ordenaron en mi cabeza: troncos, hojas secas, alguna liana, cocos y fuego. Lo demás estaba ya rondando.
Sin perder la elegancia, anudé mi pañuelo rayado en la frente y manos a la obra. Con la hoja afilada de mi empuñada falcione fue apilando troncos, algunos ya estaban caídos y los recuperé para la vida y otros cayeron posteriormente.
Horas pasaron cuando el sol, fiel compañero de aventuras se despedía en un bello e inimaginable atardecer dando paso a un manto de estrellas que bien podría ser la envidia de las más exquisitas realezas europeas. Tumbado en mi lecho frondoso y verde, y con semejantes vistas me acordé de aquel pequeño grumetillo que jugaba a ser capitán pirata que con la cáscara de media sandía, un tronco que aprendió a cortar con una navaja roída y oxidada que su padre le regaló y unos jirones de una sábana pasada por el tiempo contruyó el barco más rápido que surcaba los mares haciendo estragos en otras tripulaciones y dejaba en ridículo a la Guardia Real cada tres por cuatro bordeando islas, atravesando estrechos imposibles y lanzando pipitas de la sandía a los objetivos más cercanos con una puntería inmaculada.
En la mente del pequeño Capitán, unas ganas difícilmente contenibles de gritar “Al abordaje” en el pasillo de su morada isleña y atacar las embarcaciones fantasmas.

El frío de la noche despertó a nuestro prisionero en Libertad que abrazado a su botella de ron se dio la vuelta, se acurrucó entre hojas secas y siguió soñando con su infancia.
No existen barreras en el mundo que puedan frenar a la imaginación…
Sigan buscando la felicidad.