Los paisajes que me rodean, me resultan familiares, pese a que nunca antes estuve aquí.
Las calmadas aguas, el verde de los árboles y las tierras sin arar, son tan comunes que parecen copias exactas.
Quizás el cielo desentona un tanto, le falta brillo y, por supuesto, azul. Un azul más intenso y alegre.
Sonrío a través de estos campos, mientras escribo en mi antigua libreta, sabedor, entre líneas, de todas las batallas que aquí se libraron.
Batallas por el bien de una humanidad que probablemente estaba equivocada. Ya que no hay mayor fracaso humano que la ausencia de empatía y entendimiento.
Seguro que en aquella casa de allí, no querían batallar. Solo querían vivir su vida en paz, pero les pilló la guerra y les cambió el destino. Acabaron luchando con él, pese a ser su enemigo.
Dejaron de tomar té en el salón para calentarse y nunca más corrieron colina arriba para dejarse rodar colina abajo entre risas a carcajadas.
Puede que acabaran huyendo temerosos o se escondieran del enemigo y aguantaran el arreón. Pero ya nunca nada fue igual para ellos.
Tan sencillo como estar mal colocado en plena corriente y tratar de parar el viento. Ser una piedra que se ha salido de su sendero y provocar, en su desatino, un giro inesperado de los acontecimientos.
Si la sal se confunde con el azúcar y no puedes reprimir tu mala cara, prepara el resto de tus sentidos para soportar lo que la vida te depara.
Saca tu traje de camaleón, camufla tus miedos entre colores y disfruta el camino mirando libre con los ojos de un niño.
