
Cuando Jorge Mario Bergoglio apareció en el balcón de la Basílica de San Pedro el 13 de marzo de 2013 y dijo con humildad “los cardenales han ido a buscar un Papa casi al fin del mundo”, muchos recién entonces lo conocieron. Pero su historia, tejida en calles porteñas, silencios jesuitas y luchas internas, llevaba décadas moldeándose. La elección del primer Papa latinoamericano, y del primer jesuita en la historia del pontificado, no fue una sorpresa para quienes lo habían seguido de cerca.
Nacido el 17 de diciembre de 1936 en el barrio de Flores, en Buenos Aires, hijo de un contador ferroviario de origen piamontés y una madre devota, Jorge fue el mayor de cinco hermanos. Estudió en escuelas públicas, se apasionó por el tango, el fútbol (simpatizante de San Lorenzo) y por los clásicos de la literatura. A los 21 años, una neumonía severa le hizo perder parte de un pulmón, experiencia que él siempre recordó como un momento de quiebre espiritual.
Tras pasar fugazmente por la carrera de química, ingresó en 1958 al seminario de Villa Devoto y luego al noviciado de los jesuitas. Fue ordenado sacerdote en 1969, y desde entonces inició una carrera ascética, intelectual y pastoral dentro de la Compañía de Jesús, marcada por la austeridad y el perfil bajo. Fue profesor, rector del Colegio Máximo de San Miguel, y provincial de los jesuitas en Argentina entre 1973 y 1979. En esos años oscuros de dictadura, su figura generó polémica: algunos lo acusaron de no haber hecho lo suficiente, otros lo defendieron como protector silencioso de perseguidos. Él nunca se explayó demasiado, pero los testimonios posteriores le reconocieron gestos de coraje y humanidad, a menudo invisibles.
En 1992 fue nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires y en 1998, arzobispo. Cuando Juan Pablo II lo hizo cardenal en 2001, muchos lo vieron como un outsider respetado en Roma. En Buenos Aires, vivía en un departamento sencillo, cocinaba solo, viajaba en colectivo y caminaba por las villas. Rechazó privilegios, y se convirtió en una figura respetada por creyentes y no creyentes. Se enfrentó a gobiernos sin entrar en disputas personales, y sus homilías, cargadas de crítica social y cercanía con los marginados, fueron siempre noticia.
En el cónclave de 2005, tras la muerte de Juan Pablo II, su nombre ya circulaba como “papable”. Se dice que salió segundo, detrás de Joseph Ratzinger. Ocho años después, tras la histórica renuncia de Benedicto XVI, los cardenales buscaron un perfil diferente. Alguien del sur. Con experiencia pastoral, pero sin poder clerical. Y eligieron a Bergoglio.
Eligió el nombre de Francisco, como el poverello de Asís, el santo de los pobres y de la paz. Un gesto radical que marcó su papado desde el primer minuto.
Durante su pontificado, luchó por una Iglesia más abierta, menos centrada en la condena y más volcada al abrazo. Reformó las finanzas vaticanas, enfrentó a lobbies internos, denunció con fuerza la desigualdad, la corrupción y el desastre ambiental. Publicó encíclicas que dejaron huella: Evangelii Gaudium, Laudato Si’ y Fratelli Tutti. Visitó los márgenes del mundo, pidió perdón por abusos, y abrió debates en temas como la homosexualidad, los divorciados y el papel de la mujer en la Iglesia, aunque sin romper con la doctrina.
Francisco fue un líder espiritual, pero también un referente moral global. Un hombre de fe, sí, pero también de gestos. De silencios frente al Muro de los Lamentos, de abrazos a lisiados, de frases espontáneas que dieron la vuelta al mundo.
Hoy, su nombre queda grabado en la historia como el Papa que vino del sur para sacudir al norte. Que eligió caminar entre ovejas, y no entre príncipes. Que no fue perfecto, pero sí profundamente humano.
El chico de Flores que leía a Borges, limpiaba los pisos del seminario y visitaba las cárceles, se convirtió en Francisco. Y con él, Roma respiró aire latinoamericano. Y quizá, también, algo del Evangelio primitivo que tanto añoraba.
