En modo sigiloso pero sin esconderme, sin ocultar mi presencia ni mi admiración te contemplo, con la añoranza de un carroza -pureta que llaman ahora- que echa la vista atrás y se ve correteando, divisando mundo por descubrir, conquistado y por conquistar, cual capitán de barco a punto de otear con sus catalejos las próximas conquista.
Gama de blancos que diviso, tonalidades ocres que le dan ese puntito añejo, a juego con la verdina de los ladrillos salientes y las tejas. Blancos que juegan a porfía con un cielo, también blanco aunque con ese brillo que ya no transmiten las paredes encaladas del viejo edificio.
Dos tendederos aún vacíos entrecortan la imagen, como si de un cuerdo de una raya se tratase. Rayas torcidas donde habría que jugar a ser Dios para tender derecho.
Jueves, doce y media de la mañana, atrás parece quedar el calor sofocante y ese sol agotador que te imposibilitaba siempre el poder visitarla cuando un cable de antena atrevido atraviesa fachadas y pisos… la tecnología de aquel momento.
Formas geométricas conocidas y manidas, la Sevilla de antaño.
Ventana con climalit desde el que te describo, frialdad en la otra acera, avenidas de toda la vida y un tráfico que justifica el silencio con doble capa de vidrio, tráfico que nunca fue tragedia.
Tres macetones descuidados en los balcones indican que ya no vive la abuela, ni sus flores, ni su regadera. Cabeza florecida de canas que también echaban un pulso a esa gama de blancos de la fachada…
Todo se acaba, todo termina para que vuelva a empezar de nuevo. Vivir y morir para volver a la vida sabiendo que la fachada permanece pero los vecinos cambian. Ellos dirán lo mismo de los que ocupen estas cuatro paredes en un futuro no tan lejano como creo.