En el transcurso del tiempo que comparto con él lo observo sentado en la silla de ruedas que le he proporcionado, y, que ocupa como un muñeco libre de ataduras, desde que llegó a nuestras vidas hará muchos milenios atrás.
Está dormido. Le he contado un cuento a través del tacto y su faz muestra silencios y descanso. No es de este mundo. Arribó como una aparición, lo recuerdo bien, cuando los regalos del bienaventurado firmamento cayeron, como caen con solitaria beatitud, las hojas más amadas desde los árboles del porvenir y la dicha.
Cayó y se quedó con nosotros. Cayó y no ha retornado. Cayó y ha llorado por eso, porque desea ascender.
Porque cayó y se quedó varado en el lugar que ahora se convirtió en su hogar.
Él huele a cayena, a heraldos y a amor. Viste a veces de espuma y ternura. Habla con mesura y verdad. Respira un viento de colores que, muchas veces, hace estragos en su cuerpo y así devela como su ser funciona pese a ser como es. Desnudada su faz, su cuerpo, revela lo que tanto he protegido: un millar de constelaciones que, más allá de adornar su existencia sin piernas, y, en forma de lunares, nos libra de las guerras que se avecinan día a día, tarde a tarde y noche a noche, en los momentos de la más gloriosa paz que podemos suponer y suspirar.
Hace mucho tiempo, y bajo nuestro propio egoísmo, lo hemos sumido en los afamados sueños que pueden aminorar su llanto cuando él, desesperado, ansía gritar las palabras que se acortan cuando habla. Después de todo, es sordo pero hermoso. Es hermoso pese a ser como es.
Y cuando lo hacemos dormir con los más sinceros y serenos toques a su ser, a veces por siempre, a veces por un instante, a veces por la delicia de verlo dormir, lo sometemos a nuestro poderío y decoro, como sólo se somete a lo que ha nacido para amar y ser amado. Él vive por y para él. Él vive por y para nosotros. Existe porque así lo que han querido los espíritus de la creación que nos lo han enviado, o tal vez no, a este infierno en miniatura.
Este mañana me acerco a él y lo veo dormir con la profundidad del océano que reluce sobre nuestras cabezas. Me acerco, me acerco, me acerco. Me encuentro a unos cuantos centímetros de su belleza hecha un otoño mesurado, entonces cuento los millares de constelaciones en su cuerpo y desde lo profundo de mi ser brota un suspiro. El suspiro de un amante sumiso.
Y cuando lo acaricio con mis ojos de profundas oscuridades, y con el tacto de mis portentosas protuberancias, hechas sueños llenos de armonía y razón, atisbo como él intenta decir algo más que un simple sonido hueco con el que desea expresarse.
Sin embargo, no puede, porque no posee orejas con las que pueda escuchar lo que le digo. Pero cuando despierta y me observa como si hubiese salido de las más escalofriantes pesadillas, su fragilidad intenta escapar de mis dominios. Soy su cuidador, su benefactor y aun así se rehúsa a cooperar con lo poco que le doy.
Desde que arribó en este tiempo y en este espacio, desde que fue mío a través de las pretensiones de mi tacto, no he querido dejarlo marchar. No porque lo desee, sino porque ha despertado en mí el cariño que pude darle a los hijos moribundos que jamás podremos tener.
Somos inmortales y para nosotros él es uno de esos niños que jamás manarán de nuestras simientes. Así que, cuando intenta escapar, lo estudio y lo acaricio esta vez con mi monstruoso rostro, que no tarda en sumergirse en el tacto de su piel con el primor de pétalos de rosas.
Su fragilidad es demasiado hermosa, y él demasiado maduro como las frutas, que en ese momento, le doy a probar directamente a sus labios desde el centro de mi lengua. Frutas que él escupe porque sabe que poseen la tinta que puede ensombrecer las estrellas que persisten en su ser. Quiero que nos ayude a librarnos de otra guerra que se avecina para ganarla pero no desea cooperar.
Por esto, como hice con sus piernas, cerceno sus brazos cuando me golpea y chilla como si se tratase de las criaturas a las que tememos. Veo caer sus brazos al suelo, brazos que engullo como se engulle una carne deliciosa, y, para mi alivio, escucho como respira frenéticamente cuando me muevo luego de que he labrado una acción para mi sutil y llena de remembranza. Lo inimaginable.
Él me observa y llora como nadie jamás ha llorado. A mi cuidado, ha llorado en todo el tiempo que llevo en este recinto donde guardo a mis más preciados experimentos de grandeza.
La fragilidad del joven de los lunares de estrellas me motiva a protegerlo, y por esto, limpio las lágrimas que enmudecen el dolor que se arrastra por cada partícula que insta a su ser a someterme a una nueva exploración. Pero no es tiempo, debo darle una oportunidad para ganarse su sustento, la razón de su vivir; le ofrezco la fruta sanguinolenta que él rechazó y, esta, vez accede a comerla.
Él solloza largo tiempo y articula cómo puede:
“Por favor, déjeme marchar”.
A lo que respondo, pese a que él, no puede escucharme:
“No podría, no puedo dejarte marchar. He encontrado en ti una buena estrategia para ganar nuestra guerra santa”.