
El día que los niños tomaron el mando, las guerras se detuvieron. No porque alguien las prohibiera, sino porque nadie quería jugar a destruir. En su lugar, los soldados cambiaron las armas por lápices de cera y comenzaron a pintar luces de colores en los muros donde antes solo había sombras.
Las leyes dejaron de escribirse en documentos incomprensibles y pasaron a ser simples reglas de patio: No hagas llorar a nadie. Si alguien se cae, ayúdalo a levantarse. Comparte tus juguetes. Si ves a alguien solo, invítalo a jugar.
Los parlamentos se convirtieron en enormes salas de juegos donde los acuerdos se resolvían con rondas de piedra, papel o tijera. Si alguien hacía trampa, no se le castigaba con sanciones ni represalias, sino con una explicación sincera: Eso no está bien porque hace sentir mal a los demás. Y nadie quería hacer sentir mal a los demás. Y nadie hacía sentir mal a los demás.
El dinero perdió su valor porque los niños entendieron que no hacía falta acumular cuando se podía compartir. Los supermercados se llenaron de globos y las escuelas de risas. La justicia dejó de ser un castigo y se convirtió en una oportunidad para aprender.
La gente dejó de correr con prisa porque los niños recordaron a los adultos algo esencial: caminar despacio te deja ver las mariposas. Se prohibió el aburrimiento obligatorio y, en su lugar, cada persona tuvo derecho a un cuento antes de dormir.
Y así, con normas tan simples como lógicas, el mundo se volvió un lugar más tierno, más sincero, más justo.
El día que los niños dirigieron el destino del mundo, los adultos por fin aprendieron a vivir.
