
La Muerte se contempló a sí misma en el espejo que se tambaleaba gracias a un cáncamo saliente aferrado a una alcayata que a su vez se sostenía a duras penas en una pared roída por la humedad, y por un instante, riéndose maliciosamente y con desprecio, sintió como su eternidad titubeaba mientras recitaba para sí la frase de Jean-Paul Sartre: “Morir no es nada; no vivir es espantoso.” El frío eco iba convirtiendo en escacha todo aquello donde iba chocando…
Vio su propio rostro vacío, inmutable y pálido; su mirada cruel, y se burló de todos conocedora de que no había derrota para ella, pues todos los que la enfrentaban acababan cayendo en sus brazos sin remedio. Una sombra sin matices, como si cargara con siglos de silencios y despedidas.

En sus ojos oscuros no encontró más que su propia ausencia. Se sonrió, sabiendo que incluso en su reflejo, ella era lo único inevitable.
Se marchó olvidando su propia guadaña, la que llevaba su nombre, sentenciando al igual que Helen Keller: “La muerte no es más que pasar de una habitación a otra. Pero hay una diferencia para mí, sabes. Porque en esa otra habitación podré ver.”
