En el barrio de Triana, microcosmos de esencia andaluza donde las piedras desgastadas de sus adoquinadas calles han sido testigos de incontables susurros del pretérito superlativo donde el hambre se conjugaba con la sonrisa de sus vecinos, cada rincón y cada sombra exhalan el aliento de las almas que lo habitaron, lo amaron y lo forjaron.
¡Ay las forjas!
Triana, sirena de tierra, que emerge en la orilla del Guadalquivir, abrazando sus aguas con una pasión que solo puede nacer de siglos de convivencia gitana y complicidad.
Allí, en el laberinto de callejuelas que parecen bailar al son de cantes jondos que lloran al atardecer y guitarras afinadas con alguna cuerda de menos, se entretejen historias y leyendas con la cadencia de un romance antiguo en boca de trovadores de vetustos corrales donde solamente encontrabas verdad.
Es en Triana donde el tiempo se desvanece, se agita y se hace maleable, donde la modernidad parece ceder ante la persistencia de un presente impregnado de la intensidad del ayer.
Sus fachadas se alzan como guardianas mudas de secretos familiares a voces, donde los vecinos compartían ese poco que tenían y entre todos comían lo que había y con un orgullo que no conoce parangón, están adornadas con azulejos que cuentan historias calladas, leyendas donde La Estrella y su Esperanza son protagonistas junto con esa pléyade de artistas que tuvieron la dicha de nacer en sus portales.
No hay en Triana una sola esquina que no guarde un fragmento de la memoria colectiva de su gente, de aquellos que, con manos curtidas y corazones fervientes, han moldeado barro en arcilla y han dado vida a lo inerte; alfareros cuyas creaciones desafían al olvido en un canto perpetuo de lo efímero convertido en eternidad. Esas mismas manos, que trazan con delicadeza formas nacidas del fuego, se alzan también en devoción cuando pasa El Cachorro, Único Dios Verdadero, imagen del Hijo del Altísimo tan trágica como sublime que convoca lágrimas y rezos que se elevan como incienso hacia los cielos sevillanos.
Triana es, asimismo, el compendio de tradiciones que se despliegan con la solemnidad de un ritual pagano que se entrelaza con lo sacro. Las noches de verano son abrazadas por el aroma a jazmín y el eco de risas que parecen fundirse con los acordes flamencos, esas melodías, esos acordes de Soleá Trianera que resuenan desde las entrañas de las tabernas ocultas, donde se forjan los versos de un cante que brota de lo más profundo del alma. El tablao, templo de duende y de quebranto, es el escenario donde los tacones martillean el suelo con la fuerza de una tormenta, mientras las manos aplauden al compás de una pasión que es herencia.
En Triana el Astro Rey se tiñe de tonalidades áureas al rozar su Puente y el río Guadalquivir se despereza en un manto de espejos rotos.
Triana se erige como un poema que respira y late, un mosaico de historias manuscritas que se desvelan lentamente para aquellos que saben mirar más allá de lo evidente. Es aquende, en el barrio sinónimo de misticismo, donde se encuentra el latido más puro de una ciudad que, como una amante celosa, nunca deja de conquistar corazones con su belleza atemporal y su alma indomable.