Ante aquella hermosa alfombra de realidad, Gabriel se perdía. Se trataba de blancos lirios, cual pájaros del cielo, así los llamaba el arcángel. En esos instantes hacía su particular recolecta y algo le decía que una buena nueva pasaba de puntillas por esos benditos campos, tan solo tocaría esperar el mensaje de su Dios.
A pesar de provenir de la alta jerarquía celestial y tener entre sus competencias el control del mismísimo paraíso, hacía por encontrar un hueco para disfrazar su entretenimiento en un intento de pasar desapercibido. Por momentos escondía sus vistosas alas, atrás dejaba su ropa suntuosa poniendo especial énfasis en sus rasgos terrenales. Entonces, cual transeunte de a pie, caminaba gustoso por esos caminos de Dios.
Las distintas puertas y postigos de acceso estaban a pleno rendimiento, como de costumbre. Callejuelas y avenidas lucían con aires distintos, quiso entonces percibir que algo especial estaba por llegar. La torre vigía hacía sonar sus campanas, haciéndole un guiño al arcángel, demasiados años juntos, eso si, tubo Gabriel que dar un empujoncito al volteo de una de las campanas, Santa Inés, que se quedaba atrás del resto de sus compañeras.
Un cucurucho de castañas asadas dibujó la sonrisa de aquel pequeño, acurrucando sus manos en el calorcito que desprendían. Era tiempo de mantecados y turrones, de rosquitos y pestiños, de peladillas y bombones. De pronto un villancico sonó y San Gabriel se dejó llevar, canturreando al mismo son:
“Y ocurrió lo que ya estaba escrito, aprisa señor José tire de la borriquilla que ha de nacer en Sevilla, la más grande maravilla”
San Gabriel como mensajero de Dios, de una forma elocuente, supo que había llegado el momento. Así Él se lo hizo saber. La premura estaba en juego y quiso alzar el vuelo sin más, sus alas quisieron extenderse, ya asomaban de entre su ropa, sin embargo, tenía que guardar la compostura y cual ser humano, seguir caminando, mas no fue necesario, pues su destino, cual premonición, lo tenía ante sus ojos.
Un elevado y robusto arco hablaba por sí mismo, parte de las murallas de este paraíso mariano. Y allí estaba ella, dulce y serena, de nombre Macarena. El anuncio del Ángel se hizo realidad: “salve, llena de gracia, el Señor está contigo”. Desde ese instante, ella supo cuánto acontecería más adelante, pero no quiso turbarse. Ahora, tan solo importaba, pensar en él. En apenas unos días nacería el niño Dios, al mismo que acurrucaría entre su manto verde esperanza, al mismo que mimaría para luego llorarle, cada madrugá, entre centuria romana tras sus pasos, ya sentenciado.
Pero es tiempo de navidad, el pesebre ya está montado, solo cabe esperar. Un ramillete de lirios le ha hecho llegar, detalle de la casa, se decía San Gabriel. Sin dilatarse en el tiempo, volvió a sus quehaceres, eso si, escondiendo de nuevo sus alas…