
María caminaba rápido, casi corriendo, con el corazón martillando en el pecho. No sabía exactamente de qué huía, pero sentía la presión en la espalda, como si algo invisible la persiguiera.
Había pasado toda su vida evitando ese nudo en la garganta, esa sensación en el estómago que le decía no lo hagas, no puedes, te equivocarás.
El miedo la había acorralado en habitaciones pequeñas.
El miedo le había robado oportunidades.
El miedo la había convencido de quedarse en el mismo sitio mientras la vida avanzaba sin ella.
Pero aquella noche fue diferente.
Se detuvo en seco, respirando hondo. Basta.
Giró sobre sus propios pasos y, por primera vez, en lugar de huir, miró el miedo de frente.
Ahí estaba.
No tenía garras ni colmillos. No era un monstruo, ni un verdugo.
Era solo una sombra temblorosa, reflejando cada inseguridad que había acumulado.
—Así que eres tú… —susurró.
El miedo no respondió, porque el miedo nunca habla con voz propia. Se alimenta de la tuya.
María sintió cómo su cuerpo, por años paralizado, empezaba a encenderse.
Sintió cada latido.
Cada respiro.
Cada sueño que había dejado atrás por no atreverse a saltar.
Y en ese instante, supo la verdad: el miedo no era un muro, sino una puerta.
Si lo atravesaba, del otro lado la esperaba la vida que siempre había querido.
Sonrió, no con arrogancia, sino con certeza. Y con un paso firme, sin mirar atrás, cruzó.
Tu miedo es solo una puerta. Ábrela.
¿Qué harías si el miedo no te detuviera?
Hoy es el día para hacer algo que siempre has querido, pero que te ha dado miedo.
