
No estábamos huyendo de la lluvia.
O tal vez sí.
Tal vez, huíamos de nosotros mismos.
Del mundo.
De la decencia.
Del juicio.
Quizás de la mirada divina.
Y nos refugiamos ahí,
en una capilla rota por el tiempo,
intacta en su capacidad de estremecer.
Pero aún consagrada
y nosotros tan impuros.
Las paredes tenían grietas,
aún se sentía el rastro de los rezos.
Los vitrales, aunque rotos,
filtraban una luz tenue de la luna.
Él me codició.
Y yo lo dejé.
No por sumisión, sino por deseo.
Un deseo que olía a madera húmeda
y piedra mojada,
a incienso viejo y polvo de cruz.
Él me miró,
como si ya me hubiera tenido en otra vida.
Yo lo miré,
como si acabara de recordarlo todo.
Nos sabíamos.
Nos queríamos en ese instante
y en ningún otro.
Me empujó suavemente contra un pilar frío,
con ese dominio que no asusta,
sino que entrega.
Me besó, lento.
Como si fuera un punto de acceso a mi alma.
Su lengua bajaba orando,
y mi piel respondía con estremecimientos celestiales.
Yo ya no era yo.
Era suya.
No por excitación,
Más bien, desde una decisión furiosa y femenina.
Me abrí.
Porque quería que entrara.
Que dejara algo dentro.
No su promesa,
sino su presencia.
La neblina entraba por las rendijas del umbral.
Era un sumerio blasfemo bendiciendo el acto.
Éramos dos cuerpos danzando sobre la línea del pecado,
saltando la cerca de lo permitido
para fundarnos en otra fe.
Me giró.
Sin aviso.
Sin ternura.
Con la firmeza de quien sabe que será bienvenido.
Me tomó por detrás, sin pausa,
como si lo estuviera esperando desde antes de creer en nada.
Entró como si ya estuviera ahí desde siempre.
Y yo lo recibí arqueada, ofrendándome a su medida.
Sus dedos entraron en mi boca,
como para sellar mi silencio
o guiar mis ojos.
Y entonces los abrí.
Y la vi.
La pila bautismal frente a mí.
Antigua. Sucia. Profanada.
Yo gemía.
Ya no por placer.
Gemía porque me estaba volviendo a nacer,
en una iglesia vacía,
en pleno sacrilegio.
Terminamos,
No hubo besos.
No hubo abrazos.
Se quedó un instante detrás de mí, respirando.
Se alejó sin culpa.
Y yo no me sentí dejada.
Me sentí redimida.
No por amor.
Ni por perdón.
Por fuego.
Nuestros cuerpos eran el altar.
Nuestros líquidos, el vino.
Nuestros temblores, la consagración.
Ninguno dijo «te quiero».
Ninguno preguntó «volverás».
Fue un rezo invertido.
Una comunión de carne y temblor
que ni el cielo pudo detener,
ni el infierno se atrevió a maldecir.








