Se asomó a la ventana y asombrada vio una enorme bandada de pájaros. De entre todos los que había, se fijó en uno que parecía despistado. Ella, que no podía volar, quiso seguirlo en su paseo por el cielo, pero no fue capaz.
Al día siguiente, volvió a asomarse a la misma ventana, pero solo consiguió verlo de pasada. Había llegado tarde y se quedó muy apenada.
Esa noche no paró de pensar en el pájaro y en las ganas que tenía de volver a verlo. Aunque fuera de lejos y él ni le mirara, quería creer que sí lo hacía y que ambos tenían la misma inquietud en conocerse.
Siguieron pasando los días y ahí estaba ella. En su ventana, calculando el tiempo, para volver a ver al pájaro volar. Su único sueño era saltar e irse con él. Pero sabía que si tomaba esa decisión, su vida cambiaría para siempre y podría equivocarse y ya no habría vuelta atrás. Y eso le preocupaba mucho.
Si saltaba y no conseguía volar, caería al vacío. Y lo que más le atormentaba, que el pájaro no quisiera su compañía y todo sacrificio hubiera sido el balde.
Una tarde mientras observaba ensimismada por la ventana pensando qué hacer cuando lo volviera a ver, el pájaro se posó en el tendedero y se quedó mirándola fijamente.
Ella no se dió cuenta, pese a que el pájaro comenzó a piar bien fuerte. Cansado, llevaba tanto tiempo volando alrededor de la ventana hasta que por fin se había animado a ir a conocerla, que no pudo soportar que ella no le hiciera caso y tras un rato esperando, prendió, avergonzado, de nuevo su vuelo.
En ese momento, ella le vio irse volando y, nerviosa, no se atrevió a llamarlo ni a saltar.
Y esa fue la última vez que se vieron el pájaro y la mujer de la ventana.