
Siempre he dicho y me reafirmo en ello, que el que hace llorar a un niño, sin motivo, por caprichos de mayores descerebrados debería tener condena, por suavizar las palabras de este primer párrafo.
Guerras, bombardeos, juegos de mayores ricachones, acosos, malos tratos y un sinfín de vicisitudes de esta maldita existencia que pueden provocar la caída de alguna lágrima inocente son motivos suficientes para detestar la humanidad. Sin embargo, aunque podría y debería ser motivo de un millón de palabras más, hoy no vengo a contaros lágrimas de pena. Os cuento…
Una pequeña, cinco años, camino de los seis, a hombros de su padrino, al lado de sus padres y pasa su Cristo, su Señor. Todos pendientes de su perfecto andar, de su exquisito acompañamiento musical en un entorno idílico y te giras un segundo y ves dos pequeños ojazos inundados de lágrimas y unas mejillas mojadas por una columna plana, provocada por la caída de una lágrima tan eterna en su caricia, como la chicotá maravillosa que estábamos sintiendo.
No había palabras, solo un guiño de complicidad en nuestro silencio. Solo había emociones extrema hasta el punto de hacer llorar de emoción a una niña, la mía. Ni más ni menos que la tuya, por supuesto, pero con una sensibilidad que me sorprendió por inesperado.
Hay un dicho manido que habla brevemente sobre ese arbolito que se riega desde “chiquetito”… Luego la edad y sus propios pensamientos, sentimientos, experiencias y decisiones la llevarán o la traerán y no seré yo quien le impida hacer y deshacer. Mientras, feliz de ver su emoción y decisiones que sea capaz de, sin miedos, mostrarlo al mundo que la rodea.
¡Qué bonito es ser cachorrista!
