
Las personas esperamos desde las cosas más mundanas a las más espirituales.
Esperamos a saber una nota sabiendo que hemos dado lo mejor de nosotros en el estudio, a que lleguen las vacaciones como si no pudiésemos hacer aunque sean breves descansos, el paso de una cofradía comiendo pipas, el veredicto de un jurado y no enfadarnos con el resultado, a que el semáforo se ponga en verde como si no hubiéramos podido salir antes, a que salga un nuevo libro cuando hay miles aún por leer, a que avance la cola del supermercado hablando con la señora mayor que nos cuenta batallitas, a que nazca un bebé cuando aún le faltan meses, el pago del sueldo a mitad de mes, a que cargue la página de internet sin saber si nos hemos conectado correctamente, a que venga el técnico a ponernos el aire acondicionado como si los abanicos no existieran. Esperamos a que llueva, a que haga sol, a que el café se enfríe.

Vale, todas son situaciones que no dependen de nosotros. Pero tampoco sabemos aprovechar lo que tenemos delante de nuestros ojos y de lo que, en ocasiones, podemos aprender. Y la cuestión es que esperamos que pase algo como si fuera una necesidad, o como si nosotros mismos no pudiéramos hacer nada nunca, como si no pudiéramos poner de nuestra parte para que ese algo se accione. Necesitamos ese impulso o esa excusa para partir de cero.
Pues aquí tienes la excusa. Que la gente espera y el tempus fugit. ¡Al lío que se te quema la tostá!
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