
Preparé un café negro intenso en la misma cafetera roja de los últimos años. Lo serví en una de las tazas con el escudo de Rosario Central que guardo dentro de un stand vidriado; me aproximé a la mesa rectangular de madera oscura del comedor y encendí el velador de pié sin tulipa.
Me senté en una de las sillas con respaldar ligeramente convexo, que perteneció al juego de seis heredado de mí abuela Doménica, fallecida en la primavera de mil novecientos noventa y seis, luego de padecer una enfermedad prolongada y angustiante. Respiré profundo intentando encontrar la respuesta que estaba buscando.
Mis codos se apoyaron en la mesa rectangular, mis manos se elevaron y cruzaron arriba para que mí mentón descansara sobre ellas.
La persiana continuaba abierta, las telas de la cortina descansaban arrolladas sobre su propio sostén de madera.
Yo observaba hacia afuera intentando encontrar la revelación a una pregunta inexistente.
Mientras mí mente deambulaba dentro de un aletargado compás que arrastraba desde hacía unos días, observé una luz encenderse detrás de una ventana perteneciente al añejo edificio de «Los Gorriones». Su nombre se debía al momento previo a su construcción ya que sobre la rama de un plátano que formaba parte del terreno baldío, hallaron un nido de esos pájaros.
Detrás de la cortina de esa ventana una silueta femenina se aproximaba a ella, hizo a un lado las telas apartando cada mitad a su sitio correspondiente.
La mujer de cabello recortado, oscuro, elevó su cabeza y comenzó a mirarme.
Sentí la prolongación de la profundidad de sus ojos en los míos, viendo cómo llevaba su mano derecha hacia el cuello de su camisa blanca que la cubría hasta debajo de su cadera.
Su mano bajó hasta el segundo botón. Sin ser solo sus ojos los que me observaban, había algo más, más profundo que transmitía en mí.
El tercer botón y su sensualidad, su piel, la dureza de sus pezones que insinuaban pequeños rasgos de excitación.
Por momentos sentí su mano en mí piel, las yemas de sus dedos en cada poro, su respiración profunda, su aliento húmedo y agradable.
Su alma en mí alma y más allá, nada, siendo dos, solo dos en uno.
Un botón más y su placentero mirar.
Su cuerpo frente a mí, los susurros y la proyección existente de la inexistencia seduciendo mentes humanas.
El último botón.
Tomó la solapa de su camisa entre las manos, dejándola caer como una pluma lo hace los días de escaso viento.
Su mirada y la mía. La distancia estrecha, el silencio.
El pretender ser y no serlo.
Un golpe repentino desconectó el momento. Ella continuaba inmóvil frente a mí y vi el sobre del correo estatal arrojado por debajo de la vieja puerta blanca; con un movimiento suave de su mano derecha, me indicó que fuera por él.
Me acerqué, lo tomé entre mis manos, lo abrí y dentro un papel rectangular blanco con el nombre «Mariel» impreso.
Me aproximé a la ventana y… ella ya no estaba.
Quizás jamás estuvo más que en mí deseo de su existencia.
