Salía de casa, no muy temprano. Con la mochila medio vacía. Una libreta, un viejo bolígrafo recargado, una toalla y algo de beber.
Se montaba en su bicicleta de paseo, con la cesta llena de vidrios retornables que se le olvidaba llevar de vuelta al supermercado.
La música siempre en sus oídos, canciones de autor, rock nacional y carnavales en su repertorio habitual.
Casi nunca repetía camino, salvo en esas épocas en las que acababa en el mismo destino esperando encontrarse con ellas.
Llegó a trazar infinitas rutas desde su punto de partida, con diferentes escenarios, luces y ambientes.
A veces, competía consigo mismo por ir más rápido. No por llegar antes, eso no le importaba. Disfrutaba del camino de maneras inesperadas.
Al llegar, sin bajarse de su bicicleta, inspeccionaba el lugar en busca del paraje perfecto. Cuando lo encontraba, no sin algunas dudas, tendía su toalla en el césped.
Una vez allí, se dejaba llevar. Permitía que todo fluyera, de dentro a fuera, sin compasión.
Si el sol apretaba mucho, buscaba alguna sombra para cobijarse. La sombra justa para poder disfrutar del sol.
Cuando la noche caía sobre él y la cita no había terminado, alargaba el tiempo bajo la luz de alguna vieja farola.
Al final, recogía todo y se montaba en su bicicleta, rumbo a casa, con la libreta llena y el alma en ella.
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