Sin creerlo, aquel habitáculo fue desalojado. Los ruegos de mamá a su primo, dieron su fruto. Dispuesto a cumplir un convincente cambio en nuestras vidas, cual soporte de ilusión, nos cedió gustoso una modesta habitación que hacía las veces de almacén de pintura. Era sin duda, perfecta.
Tan solo necesitábamos estar juntas. A costa de todo. Mis hermanas y yo, renunciamos a cobijos familiares, cumpliendo el anhelo de mamá. Nos bastaron cuatro paredes, benditas cuatro paredes. Sucedió en el arrabal de Triana, calle Pureza, n° 85, segunda planta, corral de vecinos.
Apenas amanecía y Margarita sin dar tregua, allá que iba puerta por puerta ofreciendo una palomita de anís. Decía que no había nada mejor que este brebaje para comenzar el día. Su generosidad tan temprana no podíamos tomarla a mal, así que, finalmente, bebíamos sin contemplaciones.
Dejábamos a mamá en casa, ya trabajó suficiente. Ahora tocaba ponernos al frente, y las tres supimos desenvolvernos al respecto. Cogíamos el 19, autobús que nos dejaría en el barrio Heliópolis, la fábrica de bolsos nos esperaba. Máquinas de coser a destajo, el jefe no daba puntá sin hilo, siempre expectante en nuestras labores. La semana se hacía larga, sin embargo, las noventa y cinco pesetas, suponía el mejor de los sustentos, necesarias para continuar en la lucha.
Al caer la tarde, el puente de Triana era nuestro punto de encuentro con mamá. Allí la recogíamos y el paseo a casa se hacía mucho más ameno. Nos contábamos qué tal había ido el día. Aminorábamos el paso, buscando las bendiciones en la Capillita del Carmen.
A pesar del cansancio, una visita obligada nos reconfortaba el alma. Nos adentrábamos en la Iglesia Conventual de San Jacinto, y allí estaba, nuestra Esperanza de Triana. Eran tiempos de cuaresma, lucía preciosa de hebrea. La calma que derrochaba nos hacía respirar profundo, vaticinando hermosas vivencias. Y pensar que pronto la tendríamos bien cerquita, a tan solo unos pasos.
Ya por fin en Pureza, dos columnas toscanas que flanqueaban la entrada de casa nos recibían con los brazos abiertos. Mientras los niños del vecindario correteaban por el amplio patio central, los mayores charloteaban de lo lindo y mamá se unía a la conversación. Si andaba cerca Encarnación, la vecina del primero, así sin venir a qué, algún que otro cante se echaba, entonces perdíamos pie, enredándonos. Unas palmas con arte llevando el compás, un baile por aquí y por allá. Por momentos, las penas eran menos penas, nos empapábamos de aquel derroche de jaleo y jarana, a sabiendas que no podíamos permitirnos el lujo de trasnochar, que en nada teníamos a Margarita llamando a la puerta.
Entre risas nos despedíamos, un hasta mañana donde todo concluía. Sin embargo, mamá y yo, nos mirábamos cómplices y rematábamos subiendo a la azotea, nuestro rincón de ensueño. No hacía falta hablar, sin más, nos perdíamos…
Lourdes says
22 marzo, 2023 at 10:48Simplemente extraordinaria. Trasmite toda su alma a través de sus palabras.Hace que vivas el momento como si lo vieras en la realidad. Me fascina es genial disfrutas de estas palabras que te hacen recordar olvidar relajar y disfrutar. Fantastica.