Creo que mi primer recuerdo de ella es cuando salía del portal y miraba arriba y a abajo de la calle para ver si venían coches. Lo hacía automáticamente. Yo era muy chica y observaba, desde la ventana del ático, a una mujer muy alta, dieciocho centímetros de más gracias a unos tacones de aguja que eran la envidia de las otras vecinas. Imaginaba que era yo la que andaba en esos zapatos, y, aunque no alzaba más de medio metro me hacía sentir como la giganta del circo.
Me gustaban sus vestidos vaporosos, unos hasta los pies, otros no llegaban a la rodilla; su bandolera al hombro y los chales de seda que usaba en verano. Me hubiera gustado que fuera mi madre, poder abrir su armario y ponerme toda su ropa y collares. Yo la veía como a una diosa, aunque solo era una señora que vivía en nuestro mismo edificio, la que nos saludaba con acento italiano, pero a la que mi madre no respondía nunca y yo me quedaba intrigadísima.
Cuando mamá enfermó y dejó de entrar un sueldo, me mandó con un sobre cerrado para que se lo diera a la vecina, a la diosa de los tacones. Ella sabría qué hacer, me dijo. Yo acababa de cumplir los quince, pero seguía siendo casi una niña con mis zapatillas deportivas y mis vaqueros; si nunca había entendido el silencio de mi madre, ahora me sorprendía aun más que me enviara a su casa, pero, como digo, yo era muy niña.
La mujer me recibió alegremente, me sentó en su salón y mientras fumaba un purito leyó la carta de mi madre. Cuando acabó, se quedó mirándome y formando aros de humo con la boca. Aspiraba y exhalaba colocando sus labios rojos carmín hacia adelante como si fuera a dar un beso y emitía aquellas oes que a mí me fascinaron.
Me hizo reír, imaginaba que era una sirena que me lanzaba un mensaje escrito en morse desde la butaca. Se interesó mucho por mi madre y no dejó de hacerme preguntas. Al cabo de un rato se levantó, salió para una habitación y a la vuelta me devolvió el sobre otra vez cerrado.
Así estuvimos durante los meses que mi madre estuvo enferma. Yo bajaba y ella me daba un sobre que nunca abría en el camino ni pregunté por lo que llevaba dentro; yo era muy tímida, educada en un colegio de monjas, y solo me aplicaba en descifrar el lenguaje de aquella sirena, que me echaba aquellas bocanadas en forma de anillos, pero no tuve ningún éxito en conocer el mensaje. A veces encadenaba unos aros con otros, uno grande, muy grande y los otros iban disminuyendo concéntricamente. Yo la miraba fijamente: sus ojos azules; su piel blanca, finamente maquillada; sus labios que se abrían en forma de “o”. Creía que entendía algo, pero no. Aquellas dos mujeres, mi madre y nuestra vecina, jugaban conmigo como si fuera una pelota, me lanzaban la una a la otra y yo no era capaz de detener el juego.
La enfermedad de mi madre fue larga, cuando mejoró, dejé de bajar a casa de la vecina, pero entonces, un día, subió ella. Le abrí la puerta y la invité a pasar. Nos sentamos las tres en el salón. Poco a poco fui descifrandotodas aquellas bocanadas que había visto durante la larga convalecencia de mi madre.
Aquella mujer era mi abuela paterna, que no nos había abandonado nunca, a diferencia de mi padre, y que nos ayudaba a salir adelante. Mi madre se levantó, nos dio la espalda mirando por la ventana y no rechistó, durante toda su exposición. Solo de vez en cuando se la oía limpiarse la nariz, parecía que lloraba a solas ante su propio reflejo en el cristal.
Águeda, que así se llamaba mi abuela, había considerado nuestra situación económica y había decidido que yo ya tenía edad para ocuparme del negocio familiar en la calle Avinyó, un meublépara amores prohibidos, no por ello menos sinceros y pasionales. Otros lo llamarían prostíbulo, pero Picasso ya lo había dejado claro. Todavía me quedaban unos años para terminar mis estudios, pero debía ir aprendiendo el oficio, porque ella ya se sentía cansada y quería retirarse, especialmente porque el negocio era seguro y tenía proyección de futuro.
Cuando salió del piso, saqué uno de los cigarrillos del bolso de mi madre, me senté delante del espejo de la cómoda y empecé a fumar. Tenía que aprender el idioma de las sirenas, expulsar el humo en forma de aros. Primero sueltos y poco a poco en formación por tamaños concéntricos. Yo era la heredera.
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