Huellas, dunas y piedras erosionadas.
Huellas de todos los que están, huellas inolvidables que todos los que en ti pisaron, todos los que por ti pasaron dejando huella.
Dunas, dunas pequeñas, minúsculas, diminutas. Tan pequeñas que nadie las llamaría dunas a pesar de ser montículos de arena. Arena como creadora, arena como sostén, arena como superficie materialmente no suave que recoge en ti la vida y la muerte. Algas secas que dejaron de suplicar una penúltima ola, una colilla que pide a gritos una última calá que la deje morir en paz. Paz, eso que el oleaje te trae y se lleva mientras alisa las dunas. Sueño húmedo e todo aquel que se sienta alga o algo. La tapa de un yogur de fresa que no llegó a caducar. Unas palomas acechan torpemente entre dunas.
Unos pies tras otros van dibujando un nuevo camino, tortuoso. Unas pequeñas manos juegan con el tiempo mientras entre sus dedos se escapan una y otra vez esos también pequeños puñados de arena, construyendo pequeños castillos indescriptibles. El tiempo… Un cubo de playa que se lleva y se vacía tan rápido como las propias olas, tan rápidos como esa nueva pisada, tan rápido que ya está vacío otra vez. Tan rápido como una tarde de verano.
Piedras erosionadas, justificante de que ellas llegaron primero y lo hicieron para quedarse hasta que se confundan lentamente con la propia arena mimetizándose en tamaño.
Mientras, el Sol sigue reinando y yo divago en una toalla dejando volar mi imaginación hasta tal punto que la toalla deja de serlo y comienza s convertirse en alfombra mientras vuelan mis pensamientos. No hay genio, pero este atardecer es un deseo concedido…
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