
Y aquí, desde aquí donde la ciudad culmina su función urbana para dar paso a la vida, las olas se amotinan en la costa con dulce meceo mientras los corazones se dispersan buscando sol, sintiéndolo, disfrutando de cada respiración calmada. Paz. Paz que solo rompe, si a eso se le puede llamar romper, el solo de unas aves jugando en el cielo. Cielo como prolongación de mar. Mar que moja un puerto que mira al futuro aferrado al pasado, orgulloso.
Gaviotas que juegan, niños que juegan en la arena: un “hacha” de palo, conchas a pares, arena por millones.
“Mira! Una concha…”
Un puñao de palmeras, dos embarcaciones que rozan el horizonte y un velero al que ya se le ha escrito es la fotografía cuando una ola más escandalosa se acerca sin intención de dañar y sí de sanar cuerpos y almas.
Pies de todos los colores pisando la misma arena, todos iguales bajo un mismo sol. Idiomas varias, un mismo lenguaje.
Deciden moverse, deciden moverme… se acaba la paz y la playa. Vuelvo a lo urbano, al cemento, al asfalto, a los paisajes encarcelados por los edificios fríos cuasi muertos.
Volveré, con más tiempo, con las mismas ganas de ser.
