Descansaba sobre un estanque, entre lindas celosías. En la glorieta de Luis Montoto, aquella blanca figura femenina invitaba a la relajación. Observándola con detalle, alcancé a ver un libro entre sus manos. Pareciera que el duende de la lectura hubiera repartido por aquellos lugares más recónditos libros y más libros para todo aquél que paseara por allí y quisiera entrometerse entre sus letras.
Tomé aquel libro alimentado por la curiosidad. Estaba en buen estado a pesar de dormir a la intemperie. Lo hojee por encima y entre sus páginas hallé una nota un tanto peculiar que decía: “Lléveme con los Quinteros, y Dios dirá”. Sonreí al instante ¿se trataba quizá de un juego? Juguemos pues.
Entre árboles del amor y buganvillas me adentré con libro en mano, en el espacio de aquellos dramaturgos, la Glorieta de los Hermanos Álvarez Quintero, cual emisario, prestándome por entero a aquella mágica aventura. Me acomodé entre amplios bancos donde el colorido de sus azulejos hacían de esa plazuela un rincón acogedor. Unos anaqueles custodiaban una pequeña fuente de cerámica. Pensé que era el lugar idóneo de entrega, cuando me disponía a ello, una pequeña de no más de diez años, me interrumpió y cual trueque, me pidió entre súplicas cambiarlo por el suyo. No pude más que aceptar, sin querer infringir las reglas del juego, aunque el libro, verdaderamente, había llegado a su destino.
En un remanso de paz, eché un vistazo a mi nuevo ejemplar, inspeccionando en su interior, en busca de otra anhelada nota, pero sin rastro de ella. La diversión se desvaneció al instante. Sin embargo, cuando lo coloqué finalmente en el anaquel, una hoja un tanto peculiar cayó al suelo. Se trataba de una hoja disecada. Era preciosa, de un color dorado verdoso, su fragilidad me puso en alerta y tan solo quise devolverla a su lugar, entre aquellas páginas, justo de donde salió. Cuando me disponía a colocarla, una diminuta palabra grabada en el nervio central de aquella hoja me llamó la atención, “Machado”. Supe entonces, que el juego no había acabado.
Y me centré en mi nuevo destino, Glorieta de los Hermanos Machado. De un mármol rosado, una coqueta fuente lucía entre mosaicos. Un contorno de árboles imponentes te daban la bienvenida. Sentada sobre el banco me apoyé sobre aquel respaldo de hierro y contemplé tan precioso recinto. Tenía que abandonar el libro a su suerte, en su adecuada instancia, dando por hecho que se trataba de mi última partida. Ningún libro me acuciaba, el reposo y la calma me acogieron y me dejé llevar.
Aquella tarde me dejé sorprender por pura casualidad, con una idea cautivadora. Los libros por sí mismos interactuaban en pleno Parque de María Luisa junto a la madre naturaleza, con todo aquel que mostrara un ápice de interés por tomarlo en sus manos.
Encantadora experiencia que endulcé con una café recopilando los mejores momentos. Tomé mi sobre de azúcar y leí su sabia frase inscrita, sonriente y cómplice:
“…sólo se pierde lo que se guarda; sólo se gana lo que se da” de Antonio Machado.
Yo sin duda, gané. Aunque aún me quedaba algo por hacer. Saqué de mi bolso, el libro que durante semanas me había acompañado y confidente de mi misma, introduje la que sería mi partida. ¿Jugáis?
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