
Un riguroso luto vino en estos días a posarse en sus hechuras. Un tímido oro bordado sin querer hacer acopio, resalta sobre un terciopelo negro. No hay blondas de encaje, pues la sobriedad se ha instalado de lleno ante una saya y un manto. Su atavío se ensombrece reflejando su impronta, aún así, luce preciosa. Pues es la belleza un encanto innato que perdura y se hace patente ante una imagen divina.
La ausencia cobra vida, mas la vida está ausente. Y la pena ahoga, la pena duele y lastima de una forma indebida. En el reflejo de su mirada se palpa, pues la luz no brilla, los párpados decaen y su pesar lo impregna todo. Pero ella calla sin más, porque suyo es el dolor, suya su angustia, suya su letanía.
El duelo, cual herida abierta, se pierde en el tiempo, sana de a poco a poco, camina lento, entre varales, no tiene prisa. A veces se despista y traspasa una pizca de aliento, toda una delicia. Y es cuando la dulzura de una leve sonrisa juega recatada a pincelar su rostro abatido, ese que llora a la muerte, ese que llora a la vida.
En una tierra mariana, cuando se adentra la primavera y brota el azahar, una Madre pasea entre callejuelas, su pena es menos pena, porque el gentío cual pañuelo en mano, seca su llanto, aflorando un singular encanto.
Y los colores, cual cándido berrinche, se rebelaron aclamando luz: un blanco Paz, un verde Esperanza, un rojo Buen Fin o un azul Hiniesta. Pero es Ella quien tiene la última palabra, haciendo gala de su magnificencia. Y un lazo negro escoltará su caminar perpetuamente, en un imposible de evadir su dolor.
El respeto pide consideración, el tiempo se doblega y la vida misma se abre paso, meciendo un palio que derrocha como nunca, susurros de esperanza…

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