El mal se cernía sobre Hósiuz, y el jefe de cocina de palacio, no tardaría en saberlo. El señor Turig, era un enano de carácter austero y propenso a meterse con su esposa, la señora Horig, que de algún modo siempre encontraba una buena razón para discutir con él, y lo hacía desde primera hora, cada día.
—¡Qué razón tenía mi madre! ¡No te cases con él! ¡No te cases!, me advertía. ¡Cuánta, cuánta razón tenía mi pobre madre! —gritó la señora Horig.
—“¡Lo mismo me decía a mí la mía!”, —aseveró el señor Turig, decorando la última de las bandejas para el desayuno de la reina.
—Salgo, pero no os engañéis ni por un momento; esto no ha terminado. Voy a hablar con el carnicero que llega con un carro lleno. Tú, has un favor al reino y aprovecha mi ausencia para meter la cabeza en el caldero, y no la saques hasta que vuelva, ¡a esta enana siempre le ha sentado bien el color negro! —gritó la señora Horig, cambiándose el delantal.
—¡En eso no te llevaré la contraria, mujer! Es más, te recomiendo el tono negro madriguera, “a ver si hay suerte… y desapareces”, —manifestó el señor Turig, que para cuando la vio salir, estaba en tal estado de ansiedad que decidió desahogarse de nuevo con el pequeño Laraz.
Una enigmática cría de Ovalí, encantadora e inteligente, comparable, a los temidos dragones menos por su tamaño que no era superior a la palma de una mano; y qué su esposa adoptó después de muchos años intentando tener un hijo.
—¡Lo entiendo! Sé que te gusta tu mamá —afirmó Turig, mirando sus ojos brillantes—. A mí también me gustaba —confesó entre susurros a la pequeña criatura que revoloteaba inquieta, intentando morder la enorme nariz de su charlatán amigo, con cada uno de sus brincos—. ¿Cómo no te iba a agradar? Si me tratara como a ti, pero tú no debes soportarla, esa enana tiene el peor genio que he conocido, “me gustaría que me lo hubiera dicho antes de que nos casáramos”. ¡Treinta quinquenios, Laraz! ¡Quinquenio arriba, quinquenio abajo, de horrible tortura! —aseguró Turig, lamentándose—. ¡Maldición, pequeño! —añadió, comprendiendo qué, aunque de forma distinta, él también sufría debido a sus constantes enfrentamientos! —. ¿Te apetece un trocito de fruta fresca? Sí, eso es lo que haremos, será nuestro secreto, la señora Turig nunca lo sabrá.
—¿Qué le hace? No le dé nada de picar que luego no me come. ¡Por la diosa! ¿Es que siempre tengo que estar encima de usted, señor Turig? Vuelva a su sitio y termine con esas bandejas. ¡Aquí falta mesura! —exclamó, alzando la bandeja por una esquina para soltarla de repente, mostrando su disconformidad antes de salir de nuevo.
De repente el señor Turig se percató de que era necesario defender su ego, por lo que optó por examinar las recetas de su antiguo libro de cocina, “la tendencia volvería a su mesa para darle un toque personal”. Según él mismo decía, aunque, cuidaba de forma exhaustiva que no se supiera la procedencia de su influencia.
—“Bien” —dijo, tirando del paño de su delantal para limpiarse el sudor de la cara, después, retiró una gota de fruta del filo de la bandeja. “Excelente”, así, está mucho mejor… Como solía señalar mi madre, ¡la limpieza es lo primero! —Una vez que todo estuvo preparado, se detuvo para observar a Laraz—. “¿Estás bien, amiguito?”, —preguntó extrañado por su respiración errática y se acercó preocupado porque su piel había perdido color. ¡Espera, espera un momento! Esto, esto lo he visto antes —manifestó, llegando a una horrible conclusión—. “¡Por mil duendes apestosos!”, —exclamó cuando vio que la cría estaba bajo los efectos de algún veneno. ¡Oh, no! ¡Por todos los dioses! ¡Esto no puede estar pasando! Pero no hay otra explicación posible.
En ese momento, al tomar la pequeña cabeza entre sus manos, observó un objeto en su boca, sorprendiéndose al verificar que se trataba de restos de fruta. Sin dudarlo, se acercó a la mesa, donde se encontraba preparado el ágape destinado a la reina.
—“La reina está en peligro” —exclamó, mirando fijamente la bandeja— y yo también, ¡acabo de asesinar a la mascota de mi esposa! ¡Es el peor día de mi vida! —gritó aterrorizado el señor Turig.
—¡Puedes jurarlo! —contestó la señora Horig, que regresaba del patio acompañado por Didig, su nueva ayudante. No obstante, su marido no se encontraba dispuesto a discutir, pues una terrible duda le robaba la tranquilidad al experto cocinero. La criatura estaba en el limbo y su última comida era la fruta recogida por los Actos. ¿Cómo podría estar envenenada? Horrorizado ante la posibilidad de estar en lo cierto, y de que, se tratara como imaginaba, de un veneno fatal conocido como —el último sueño—, pensó que lo mejor sería seguir su instinto y tirar todo. Justo se deshacía de las bandejas, cuándo:
—Pero, ¿es que has perdido la cabeza? —Gritó la señora Horig, al ver lo que hacía, y sin tiempo para explicaciones porque el mayordomo real la había requerido en el comedor, le reprendió—. ¡Enano loco! ¡Cuánta razón tenía mi pobre madre! ¡A la cangrena, hacha, me decía la pobre! Y yo, “venga” a poner ungüentos…
—¡Tú a tus cosas, mujer! —contestó él tirando la última fruta, al verla salir por la otra puerta—. ¡Perfecto! —afirmó el señor Turig afilando sus cuchillos y preparándose para elaborar un nuevo ágape para el desayuno de la reina—. Es hora de recoger los frutos de mi astucia, y eso es algo que siempre me produce bienestar, aseguró mientras se abalanzaba de lado a lado sorteando mesas, antes, de levantar la tapadera de una enorme olla de cobre cuya superficie era tan roñosa que resultaba difícil discernir de qué material estaba compuesta.
—Eh… “Sí, como pensaba, todavía se pueden usar”, —dijo, alegrándose de no haber tirado las frutas devueltas del desayuno de los sirvientes.
Después, y aunque no podía revelar su teoría sobre lo que había causado el triste estado del pequeño Ovalí, su opinión seguía siendo la misma. ¡La decisión de informar a la señora Zolarix ya estaba tomada!—. ¡Por fin! —dijo el frondoso enano al ver entrar a la anciana en la cocina.
—¿Hay algún problema con la fruta? Una de las ayudantes le ha dicho a la primera doncella que tiráis todo a la basura…
El señor Turig no tardó en contradecir a la señora Zolarix.
—¡La joven solo ha visto cómo se tiraba la de ayer! ¡La de hoy se encuentra aquí! —aseguró, señalando la puerta de la despensa.
La señora Zolarix se acercó para comprobarlo, brindándole al cocinero la oportunidad perfecta para meterla a empujones entre sacos y hortalizas. ¡Utilizando el improvisado lugar como refugio para hablar con ella!
—¿Está seguro? —preguntó la anciana, contrariada, después de unos minutos pensando en la teoría del señor Turig.
—¡Eso creo! El animal no ha salido del sueño… ¡Y mi mujer! Ella se va a poner hecha un animal. Ya anda pensando cosas raras.
—¿Por qué? ¿La habéis hecho partícipe? —replicó la señora Zolarix, preocupada.
—¡No, no sabe nada! ¡Pero lo sabrá! ¡No seré capaz de ocultárselo por mucho más tiempo! En algún momento le extrañará que el bichito no despierte.
—¡Si la hubiera visto ocupada en la labor de cortar carne esta mañana, “me comprendería!” No quiero imaginar lo que pasará si lo descubre. “Sí, lo sé”, —dijo el cocinero tocándose el cuello. Mientras la señora Zolarix lo observaba sorprendida.
—Si lo que dice es cierto, todos estamos en peligro, ¡de eso debe tener miedo! No obstante, debemos ser cautelosos. En primer lugar, ¿es posible que el animal haya ingerido otra cosa, antes o después de que se le suministrara la fruta? —Preguntó la anciana.
Resistiéndose a la idea de que la reina no se encontrara a salvo en palacio, pero el señor Turig no estaba de acuerdo.
—Es posible que alguien esté intentando envenenar a nuestra reina. ¡Un traidor! ¡O varios! ¡O sus secuaces! Lo cierto es que no podemos saberlo con seguridad. Solo puedo decirle que algo me huele mal. Tanto que, he decidido servir a su majestad la fruta que se destina al servicio. Esa, ¡no está envenenada! —sonrió el enano con astucia.
—¿Es que ha perdido el juicio? ¿Cómo puede afirmar tal cosa? —dijo la señora Zolarix, muy enfadada.
—¡Porque tengo pruebas! Ellos son la evidencia.
Entonces la anciana lo miró, sorprendida—. ¿Está ebrio?
—¡Los sirvientes! —aseveró el señor Turig abriendo los ojos, con una picardía que trasladaba a las comisuras de sus labios. ¡Como si fuera evidente!
—¿Los sirvientes están… ebrios? — preguntó susurrando la señora Zolarix, dudando de la cordura del cocinero jefe.
—¡No! ¡Vivos! —insistía Turig, extendiendo las manos ante lo evidente.
—¡Ah! —dijo la anciana en voz baja, como si fuera una respuesta.
“Recuperando la tranquilidad en lo concerniente a la reina; no así, en las inquietantes deducciones del señor Turig”, pensó, con el rostro cabizbajo y retrayendo el cuello.
—¡Silencio, alguien se acerca! —susurró el cocinero, atrincherando ridículamente su cuerpo tras los sacos de grano.
Luego, la señora Zolarix alzó el brazo y lo silenció con sus dedos largos y envejecidos al jefe de cocina, que movía los ojos con nerviosismo e intentaba no hacer ruido, más a pesar de su temor, los dedos de la anciana presionaban su gran bigote, provocándole un cosquilleo muy inoportuno en su verrugosa y enorme nariz. Hasta que no tuvo otro remedio que estornudar para aliviarlo, y así, sucedió por tres veces. La señora Zolarix frunció el ceño lanzándole una dura mirada de reproche, mientras él se encogía de hombros negando con la cabeza, señalando su anillo de bodas con evidente pavor en el gesto.
—¡Cro k eg mi muje! —murmuró con dificultad porque la anciana aún mantenía los dedos sobre sus labios.
—¿Qué intenta decir?, —dijo ella, entornando sus opacos ojos grises, procurando leer sin mucho éxito en los labios del señor Turig, mientras la señora Horig entraba en la cocina a repasar las instrucciones del mayordomo para la cena. Después dejó las notas en un estante, se acercó sonriendo a ver a su pequeño Laraz, contándole que le traía un regalito de parte del hijo del carnicero. Pero cuando lo vio, comenzó a llorar.
—¡Turig! ¡Turig! —gritó asustada por el letargo de su adorable Ovalí, buscando conmocionada a su esposo, porque no era la primera vez que se veía obligada a solicitarle una explicación.
En ese momento, la señora Horig inhaló profundamente, segura de que no era tan grave como parecía, se quedó reflexionando y sin dudar tomó el hacha que tenía preparada para cortar la carne y se dirigió a la despensa, donde estaba convencida de que encontraría al cobarde de su esposo. ¡Encontrándolo en una situación absurda! ¡Tanto que ni la expresión soez de sus ojos era suficiente para ser explicada!
—¡Ah! ¡Así que aquí es donde te escondes! ¡Cobarde! ¡Sabandija!, —gritaba desesperada, cuando una mano tiró de ella con fuerza y la introdujo en la despensa.
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