Atrevido. Insensato y muy osado en mi búsqueda personal por encontrar la belleza de ese algo, sea material o inmaterial, al que nunca jamás nadie le haya dedicado unas palabras.
Todos en algún momento le hemos escrito al amor, al desamor, a la belleza e incluso a la fealdad, al sol, a la luna y a las estrellas, al día y a la noche, a la luz y a la oscuridad. A la amistad y a los desencuentros. A las flores, a su aroma, a los recuerdos y a los devaneos mentales cuando apagamos la luz, allá donde somos héroes de mil y una batallas desenfundando y sin desenfundar espada alguna.
Los genios le han escrito a la soledad y algunos les hemos tratado de seguir el ritmo haciendo la goma, con nuestras palabras, lejanas en cultura a las suyas, con nuestras inquietudes, mucho más vanales que las de ellos y así surgen las influencias y el aprendizaje. Otra cosa a la que también se le ha escrito…
¿Será que no queda nada a lo que escribirle? ¿Será que todo es una copia porque todo está escrito? Y llegados a esta conclusión, ¿será pues infinitamente mejor dejar de escribir a no caer en la terminología redundante?
Tal vez las palabras se las lleve el viento, menos las que se escriben en latín que esas dicen que se quedan grabadas a fuego y perduran en el tiempo, y por eso, tal vez solo por eso debamos escribir, una y otra vez, una y otra vez, al amor, a una maceta de geranios en el balcón de casa de tu abuela, a un amanecer, a un atardecer en La Caleta o la Alhambra desde el Mirador de San Nicolás. Y escribirle a La Macarena, y a La Giralda y a la sonrisa de tu hija, de la mía, y a mi perfecta imperfección, y a la tuya y así, palabra tras palabra, nuca echemos en el olvido todo aquello que nos cause emoción ayer, hoy y siempre.
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