Majestuoso río Guadalquivir, bautizado en la lengua de los árabes como «el Gran Río» —Waḍā l-Kabīr—, surge con discreta reverencia en las entrañas de la Sierra de Cazorla, donde sus cristalinas vertientes descendientes de sus alturas agrupan sus aguas, en la más pura simbiosis, convergiendo en un caudal que habrá de trazar el destino de tierras y hombres por siglos inmemoriales. Desde su humilde alumbramiento, el río, cual serpiente acuosa azur, se despliega por el vasto paisaje de esta tierra reconquistada llamada en el pretérito Al Andalus, labrando a su paso fértiles vegas y colinas, cuyas entrañas, por su generosidad natural, se visten de olivar, naranjales y viñedos que florecen con la vitalidad de su abrazo hídrico.
Al llegar a Sevilla, al milenario reino taifa, la Hispalis de los romanos, el Guadalquivir se ensancha y despliega superlativo con la magnitud de un soberano que, consciente de su valor, se desliza cautelosamente, cual regente por los pasillos catedralicios de su hogar. Las aguas del río se tornan espejo de la magnificencia urbana, reflejando los vestigios de culturas que lo han venerado y temido a partes iguales.
La Giralda, altiva torre mudéjar, se alza cual faro en la penumbra del crepúsculo sevillano, proyectando su sombra sobre las tranquilas aguas que, como constante y eterno testigo, capturan en su cauce el eco de campanas y oraciones que se diseminan por la ribera.
A su paso por el barrio de Triana, el río se convierte en alma de esos cantes jondos que se entonaban con fervor en las noches de luna llena, allá donde los corrales escondían hambre insalubre, donde las voces de los vecinos se alzaban errantes evitando así recordar el vacío de sus estómagos, entrelazándose con el murmullo del agua que susurra secretos inconfesables a quienes saben escuchar. Es en este tramo del río donde las barquillas de pescadores y barcazas de alfareros, con sus velas henchidas y sus manos callosas, convivían con las luces del reino, que se encienden como estrellas, delineando un firmamento acuático en el corazón de Sevilla.
A medida que avanza hacia su destino final, el Guadalquivir, cuyas aguas se ensombrecen y engrosan con la carga del tiempo vivido y las historias contadas con mimo, el río se prepara para su última transición: su desembocadura en las marismas de Sanlúcar de Barrameda, donde se entrega al abrazo infinito del océano, dejando atrás su camino andado y enfilando la inmensidad.
Guadalquivir y el mare nostrum, aguas, cargadas de historias, leyendas y memorias de gentío humilde y triunfal que vivieron y murieron bajo su auspicio.
Su nombre, por dicha, aún perdura en la roca erosionada de la memoria colectiva, inscrito en los anales del tiempo como un testimonio viviente de la grandeza de un reino. Así, el Guadalquivir, río de reyes y poetas, se erige no solo como un cauce de agua, sino como la arteria vital de un alma que respira.
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